jueves, 23 de abril de 2009

DE POXPOLINA EN ESTRASBURGO


El día de la fiesta nacional me suelo quedar en el lecho mullido, cuidando mi mala reputación -que decía el tío Georges-. Pero el domingo pasado me cogió un poco lejos de esta patria nuestra, haciendo turismo por capitales europeas mientras que los gaélicos obtenían su mayoritaria clasificación para las semifinales de la Copa Heineken. Y me tropecé con la patria hecha carne en un conocido de la infancia. Tras los rituales saludos –incluyendo lo de que el mundo es un moquero-, me imputó una cuota de responsabilidad en la imposición de los deportes foráneos en detrimento del deporte vasco, del deporte nacional vasco, la pelota. No se me hubiera ocurrido. Me gusta la pelota vasca en todas sus modalidades y, argumentos históricos aparte, creo que el rugby, el basket, el fútbol... están tan integrados entre nosotros como muchos otros elementos que hemos intercambiado con otras culturas, por lo que es indiferente que hayan aparecido entre nosotros en el siglo XVI o en el XX. Y hablando de integración, la propia pelota vasca, como superación de los juegos rurales, fue posiblemente una trasposición de las guerras fratricidas en bandos azul y rojo a un ámbito lúdico, además de producto y productor de una identidad colectiva ¿Por cierto cuántas rivalidades deportivas vascas se siguen representando en rojo contra azul en otros deportes? Son los ciudadanos y no los deportes, minoritarios o mayoritarios, los sujetos de derechos y deberes. Creo que tenemos una gran riqueza en la variedad de deportes que los ciudadanos vascos practicamos y que nos mantienen en comunicación con otros y entre nosotros. No es precisamente el momento de inventarse conflictos siquiera en el deporte.

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