viernes, 25 de abril de 2025

LA COCINA DEL VATICANO



El Vaticano era una bodeguilla bilbaína, creo que situada en la Alameda de Recalde, cerca de la calle Elcano. Vino en porrones, aceitunas, latas de sardinas y de anchoas, cacahuetes que acababan alfombrando el suelo. Lugar de tertulias y conspiraciones en aquellos años setenta universitarios. Las inevitables fotos y calendarios del Athletic se ahumaban en las paredes, el humo de Celtas y de Ducados del interior se confundía en la puerta con el humo de la carbonilla con que la industria vizcaína envolvía aquella capital donde la luz del sol apenas asomaba.  Tiempos pasados, que no mejores pero éramos más jóvenes y el papa no se molestaba en visitarnos ni nosotros en hacerle caso alguno… creo recordar que era un tal Pablo VI y que era italiano el que estaba al frente de la institución que vela por nuestras almas pecadoras y por los dineros de los que lo tienen porque es más fácil que un calabrote de barco entre por el ojo de una aguja a que un rico entre por la puerta de los cielos, si es que los cielos tienen puertas. Bilbao era católica en aquellos tiempos en que ser católico era obligatorio para respirar catorce veces por minuto más o menos y los habitantes de aquel agujero que menstruaba de continuo por el Nervión hacia el mar éramos católicos y la virgen de Begoña iba al Vaticano conmigo, virgen y ninfómana de pajillas mutuas en la oscuridad húmeda de la sesión de tarde del cine ¡Qué gran invento el kleenex ! Pero se quedó embarazada en un permiso de aquel novio que hacía la mili por las estepas castellanas y no tuvo el detalle de invitarme a su boda matutina en la ermita con vistas a Urdaibai. Mientras, el colega combatía las ladillas con zzz, aquellos bichitos que saltaban de rizillo en rizillo cuando las irlandesas se quedaban a tomar algo después de las clases de inglés, idioma necesario para hacer algo en la vida económica que Bilbao nos prometía. Las irlandesas olían por la noche al aceite de las sardinas de aquel Vaticano, era el mejor aroma de aquel piso en el que los platos sucios se acumulaban debajo de las camas junto con los condones palanqueros y los ceniceros desbordantes, la colonia del eroski no podía ocultar el perfume que el arcoíris de las santas sábanas expandía y era inútil abrir la guillotina de la ventana, el patio interior olía a encurtidos caducados y a rabas fritas en un aceite que fue virgen en 1938. No sé si el Vaticano existe aún en Bilbao, creo que no. Una pena para el colegio cardenalicio, aunque Roma conserva mejor sus bodeguillas y es posible que puedan reunirse a conspirar en alguna de ellas mientras beben esos vinos italianos, verdadera sangre cristiana, en unión de esas monjitas sin fronteras y sin bragas que se ríen descreídas por los rincones más actuales de la ciudad eterna, bueno, quizá no sean monjas todas pero el cardenal que esté libre de pecado que pague la última ronda.


1 comentario:

Antxón Massé (Togado en la melé) dijo...

VATICANO, EL BAR
¿Hay tantos bares Vaticanos en España como municipios ? Parece que, al menos, hay muchos que se llaman así o son conocidos por ese nombre. Aparte de aquel de Bilbao de mi lejana adolescencia, yo he ido varias veces al Vaticano de Castiello de Jaca. En este pueblo oscense, entre Jaca y Villanúa, carretera del Somport, había, no sé si sigue, una tienda típica de pueblo que servía alimentación, bebidas, droguería, ferretería y demás que fuera necesario a los escasos habitantes fijos. Un gran anuncio de patatas fritas « El Gallo Rojo » destacaba en la fachada. Pararse a comer longaniza de Binéfar u otras charcuterías con un vino recio era parte del trayecto habitual de Germán, el padre de mi mujer y madre de mis hijos, al que yo acompañaba muchas veces en sus paseos en Land Rover, para ir a Villanúa, cuna de su esposa y mi madre política, o para disfrutar de la Garcipollera y de la belleza de Iguacel. La parada en el Vaticano se podía prolongar al mediodía o a la tarde hasta que el enfado de su mujer, Elisa, que iba a desencadenarse a nuestra llegada, un poco iluminados por el tinto, le hacía sonar las alarmas, arrancar el coche como en una salida de Fórmula 1, he entrado en marcha en ese coche más de una docena de veces, y descender hacia Jaca cometiendo las infracciones necesarias e innecesarias de las reglas del tráfico, el seguro obligatorio mínimo era lo único que conseguía obtenerle cada año. Fuera de temporada y de fin de semana era el mejor tiempo para disfrutar de aquel Vaticano, cuyo colegio cardenalicio apenas hablaba, si hablaba.