Me llamaban Antontxo, todo el mundo me llamaba Antontxo y yo respondía por ese nombre – mis dos hermanos mayores me llamaban Antoine pero eran la excepción -, nombre que me diferenciaba de mi padrino el tío Antonio, Antxón entre sus hermanos, hermano pequeño de mi madre.
El padre Labaca era profesor de Historia del Arte en el colegio de los jesuitas y un día de mi adolescencia, tendría yo 14 años o así, me dijo algo así « Un tipo como tú, con toda la barba ya, no puede seguirse llamando « antoñito » ¿Qué es eso de Antontxo ? O te llamas Antonio o Antxón, si prefieres pero ya no eres un niño y, si te dejas seguir llamando Antontxo en este país, vas a tener 70 años y te seguirán llamando Antontxo ». Así que empecé a identificarme a mí mismo como Antxón.
Por la misma época de juventud iba los veranos al campamento del Colegio en el Valle de Oza y en el Valle de Belabarce, donde me hice amigo de los hermanos Fernando y Enrique Martínez Stinus, muy montañeros, con los cuales iba alguna vez a otras excursiones durante el curso, pequeñas cimas guipuzcoanas y grutas de los alrededores. Enrique comentó un día que los compañeros de curso nos llamaban los yetis a nuestras espaldas.
Un día me lo dijeron a la cara en el vestuario del colegio después de gimnasia o de algún entrenamiento – jugaba en el equipo de hockey-sala del colegio -, alguien exclamó, al verme desnudo, « Pareces el yeti ». Me pareció bien, el yeti era un personaje simpático, se asomaba los veranos en los periódicos junto al monstruo del lago Ness para rellenar las páginas carentes de noticias, aparecía a menudo en las historietas dibujadas como un personaje secundario, incluso había un tebeo inglés, difícil pero no imposible de comprar en Donostia, donde protagonizaba sus propias aventuras… me puse a escribir cuentos con el yeti de protagonista. Mis compañeros de la sección de letras del colegio me llamaban el yeti y no me molestaba, el apodo se extendió a la cuadrilla con la que perseguíamos a las primeras chicas los domingos después del fútbol, los festivos y las vacaciones, era un apodo cariñoso, íntimo, no se me llamaba así en público. También me siguió en el equipo de hockey sobre hierba. Incluso mi madre me decía « Dejas la ducha llena de pelos, como un yeti ».
Luego vinieron la universidad, el rugby, el teatro, las chicas… a éstas, cuando me decían que parecía un oso de peluche, les tenía que corregir « un oso no, el yeti ». La vasca aprovechaba para hablarme del basajaun, personaje con el que siempre he tenido una buena conexión.
Sé que, junto a otros motes, mis alumnos también me han llamado el yeti durante mi carrera de profesor universitario. Y alguno de mis socios abogados, cuando he reaccionado de una forma inesperada ante alguna conducta de él, me ha espetado « Ya está el yeti, el solitario de la montaña salvaje ».
Mi paso por el hospital ha recuperado al yeti que hay en mi. Ponerme electrodos y arrancarlos, los esparadrapos, las perfusiones… me arrancan pelos y alaridos, las sanitarias – el sanitario sigue siendo excepción-, me volvían a comparar con el oso y yo volvía a hablarles del yeti durante esas sesiones de sufrimiento necesario en las habitaciones hospitalarias. He tenido que pasar la máquina de afeitar a fondo por la zona de la operación y alrededores antes de pasar por el quirófano la semana pasada. Unos días después, el yeti va recuperando su pelaje.
Y además la IA produce unas imágenes del yeti que me gustan, como ésta del yeti en Gipuzkoa:
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