lunes, 15 de marzo de 2010

DE LA BARRE

Desde hace unos años, cuando yo visito París me acerco a la estatua erigida en memoria del Caballero De La Barre, torturado y decapitado en el siglo XVII por no descubrirse al paso de una procesión católica, según recuerda la placa del pie. La estatua en sí no merece la pena la visita pero es fácil encontrarla en un birrioso jardincillo junto a la escalinata que asciende a la colina de Montmartre frente a la fachada de la Basílica del Sacre Cœur. Y desde que una buena amiga me la hizo descubrir al poco de su reinauguración, en el 2001, acercarme se ha convertido en uno de mis ritos parisinos y también mostrarla a quien me acompañe en cada ocasión.

Mi última visita casi ha coincidido con la muerte del autor de El hereje y, por tanto, la crueldad del relato extraído de la realidad recogido en el monumento francés me lleva a la del relato novelesco que Miguel Delibes extrajo de nuestra realidad española del pasado. Crueldades de sociedades civiles dirigidas por los poseedores de una idea religiosa de la patria una al servicio indiscutible, bajo pena de tortura, ignominia y muerte, de la utopía irreal que se alimenta eternamente de su propio poder y de sus intereses y que se impone a unos por su fe boba –esa necesidad de creer para soportar el sufrimiento-, y a otros por el terror.

Las noticias diarias me recuerdan que las ideas de religión y patria no se quedaron en el pasado, que las religiones son todas y una y que las patrias se suceden y se degüellan por personas interpuestas.

No hace falta ir a París, aquí al lado la presencia de dos escoltas cada día esperando a alguien que no se ha destocado al paso de alguna procesión ideológica es más elocuente que cualquier estatua, pero de todas maneras seguiré visitando cada vez que vaya al petrificado Sr. De La Barre por esa simpatía, ahora mía también, que su historia encendió en aquella amiga, quizá francmasona, que me lo presentó, con cierto retraso para poder expresarle en vida mi afecto.

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