jueves, 21 de febrero de 2008

MARITXU (2003)

Le llamábamos Maritxu a Josemari en aquellos tiempos escolares de mediados de los sesenta. Casi nunca se lo llamábamos cara a cara y menos delante de alguno de los frailes del colegio. Pero para el resto del curso -al menos el resto del curso que existía para mí-, Josemari era “el pelota” o “Maritxu” siempre que nos referíamos a él en tercera persona.

Llegaban las fiestas colegiales de aquel último curso en el colegio y a Maritxu le había dado por hacer gimnasia e incluso entrenarse a la vez que nosotros, los deportistas. Nos hacía gracia verle correr por el patio de cemento con sus botas de baloncesto nuevas ¡Sólo le faltaba un bolso! Además no se duchaba con los demás sino que se evaporaba al terminar su esfuerzo solitario, excepto un día que se duchó el último y nos cogió repasando curiosos una revista francesa que alguien había aportado para nuestra cultura. No me acuerdo que nos reprochó pero yo le espeté:

- Lo que pasa es que tú eres maricón.

El día cumbre del festival en honor del Reverendo Padre Rector se disputaban los 1.500 metros lisos –posiblemente eran más de una milla y las innumerables vueltas al campo de fútbol transcurrían por un suelo de gravilla y cemento nada plano-. La carrera, el acto más importante del día, la iba a ganar yo. El año anterior había quedado segundo detrás de uno del curso superior y este año yo era el del curso superior, además en los juegos provinciales también había ganado en uno de mis mejores sprints –yo era un “finisseur” que reservaba mi punta de velocidad para los últimos metros-.

En cuanto el Rector dio el pistoletazo de salida Maritxu arrancó y empezó a distanciarnos. Le dejé hacer y me limité a vigilar a dos o tres buenos atletas que me podían dar una sorpresa si arrancaban de lejos. Mi táctica era sencilla: esperar una salida de alguno de ellos, pegarme detrás y desbordarle en la última vuelta entre los aplausos de las madres y los menores y quizá de alguna de las chicas del colegio de más arriba que tenían rigurosamente prohibida la entrada pero que treparían al muro para admirarme.

Cuando faltaba media docena de vueltas Maritxu nos llevaba casi una de ventaja, esto me hizo acelerar un poco y disminuyó bastante la distancia a mi cambio de ritmo y nos quedamos tres sólo en su persecución, dejé pasar a mis compañeros y nos mantuvimos así. Cuando cruzaba la mirada de Maritxu en las rectas la veía cada vez más perdida, posiblemente iba a abandonar sin concluir. A falta de dos vueltas nadie lanzaba el ataque definitivo y me decidí a hacerlo yo. Y entonces fue cuando Múgica me pisó y me sacó la zapatilla –él me juró que lo hizo sin querer cuando le interrogué a tortazos más tarde-, no perdí mucho en metérmela, superar a Múgica y al otro –procurando cerrarles para que se estrellaran contra la portería del fondo-, y desbocarme detrás de Maritxu pero me faltaron dos metros –la foto de la revista del colegio me recoge intentando subir de nuevo la cuerda que acababa de romper el vencedor de la prueba, un Maritxu desvaneciéndose-, así que caí a su lado y aún hoy puedo ver su cara de orgullo mientras me decía:

- Lo que pasa es que soy maricón.

Y nunca le he vuelto a ver tan orgulloso de nada, ni el día que tomó posesión como obispo de la diócesis estaba así.


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