Íbamos a Edimburgo pensando en un partido igualado y digno de una final de la Copa Heineken, pero con los dos maillots de los Leicester Tigers del ropero preparados para el evento y pensando que los irlandeses de Leinster acabarían siendo comidos por muy duros que parecieran.
De comida para tigres nada y aunque los ingleses no fueran un tigretón –empalagoso pastelito industrial de Bimbo para la infancia- se merecieron quedar los segundos, que es quedar en nada a efectos registrales, aunque 66.523 espectadores te ovacionen en Murrayfield.
El medio millón de habitantes de la ciudad se confunde con los miles de seguidores del rugby que participan en una fiesta infantil colectiva de camaradería sin incidentes reseñables antes, durante y después del partido, en las calles, las tabernas, el estadio... y quizá lo que más me llamó la atención fueron las veces que seguidores del Munster me desearon la victoria de los de Leicester frente a sus hermanos irlandeses, al confundirme con un seguidor rayado, antes del encuentro.
Quería aprovechar mi estancia para buscar recuerdos del incendiario paso escocés por Donostia en 1813 pero superficialmente no encontré nada por los museos que pudiera servir para completar las memorias familiares de aquel herrero francés que pegó sus pecados jacobinos por esta ciudad en aquellos trágicos tiempos, memorias que espero dejar publicables antes del bicentenario.
Edimburgo es un destino turístico reconocido y merece que repitamos la visita más adelante con ocasión rugbística o con otra ocasión cualquiera, aunque sea para hacer un Master en Whisky o cualquier otro anhelo aplazado de nuestra juventud.
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