El Rey de España concedía patentes de corso a comerciantes vascos para que se enriquecieran a costa de los enemigos de la Corona mediante el asalto a sus barcos como es bien sabido. Entre estos piratas con “permiso por puntos” destacaron los donostiarras que contribuyeron mucho a la economía local y en los pasados tiempos de la “democracia orgánica” se les dedicó una calle en nuestra ciudad. El Rey de Francia hacía lo mismo con los vascos de su territorio, entre los que destacaron los de San Juan de Luz, donde también en el callejero se recuerda a alguno de estos contribuyentes del pasado.
La franquicia vasca de la SIR, enrolando tripulantes de ambos lados de la frontera, ha elegido un nombre que rememora a estos antepasados que protagonizaron episodios de los más vergonzosos –y hay donde elegir-, de nuestra historia, de esos que no se hace estudiar en la escuela. Aquellas marinerías del pasado, caracterizadas por su codicia sanguinaria, su indisciplina, su facilidad para la traición y la deserción, no tienen mucho que ver con los equipos de rugby del presente y menos con un proyecto que pretende, mediante la superior difusión del rugby en los medios, incorporar su cultura al mundo del juego de los más jóvenes.
Aunque a nivel personal uno prefiera el rugby aficionado para sí, el rugby espectáculo quizá sea una de las pocas formas de enfrentarse a la maldición social que, no sólo para el resto de los deportes, supone la omnipresencia del futbol con la imitación espontánea de todos los gestos de sus protagonistas por los jóvenes en cualquier rincón donde un simple balón pueda rodar.
Esperemos que las salvas de los cañones del partido del próximo sábado vuelvan a ser propicias para nuestros piratas del Cantábrico ¿Quién no tiene un antepasado que siguiera haciendo el corso cuando ya no le quedaban puntos en su permiso?
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