Abrió la urna funeraria con las
cenizas del difunto en el retrete, levantó la tapa del inodoro y las fue
dejando caer a la vez que accionaba la bomba de agua para que las arrastrara.
Tuvo que accionarla dos veces, esperando que se volviera a llenar, por un
momento temió que se fuera a atascar pero por fin quedó el recipiente vacío y
el sanitario impoluto. Luego sacó la bolsita de polvos de dentro del tarro de
crema de belleza, apenas quedaba una cucharada de las obscuras pequeñas fibras,
abrió el grifo del lavabo y dejó correr el agua para que se llevara diluido
todo el contenido. Puso la bolsa en un cenicero y le prendió fuego, alzando el
recipiente sobre la cabeza para que el extractor se llevara el humo, los restos
los arrojó también a la taza del inodoro, se desnudó de cintura para abajo y se
sentó a orinar, la urna se había quedado en el borde de la bañera, parecía una
caja de galletas. Se imaginó con aquella cosa en la cima de la montaña favorita
de su esposo, cumpliendo su voluntad, esparciéndolas al viento para que éste se
las devolviera al rostro sudoroso. Aquella misma noche la tiraría al río, fuera
o no biodegradable...
Cuando le vio caído en el suelo,
muerto junto a la bicicleta estática en la que pedaleaba, lo único que pensó
fue en lo fácil que había sido matarlo. Sintió pena, un poco de pena, por quien
había sido su marido durante tantos años pero su muerte –pensó Zulema Arboniés-, había devenido necesaria.
El veneno de escorpiones que
había obtenido de sus amigos cubanos tardó más de tres meses en llegar a la
dosis que hizo efecto pero su eficacia final era indudable. El paso por
urgencias con el diagnóstico médico equivocado pero tranquilizador, la
reanudación de la vida normal y, por fin, la muerte en pleno esfuerzo de
ciclista inmóvil. Luego, la llamada al 112, el médico peruano que sólo había
podido certificar el fallecimiento natural por parada cardiorrespiratoria de
posible infarto, el traslado al tanatorio, la pelmada de las condolencias
hipócritas y la incineración. Rápido, limpio y sin dudas.
Se dirigió al armario de la
habitación de su marido y abrió la cerradura –todas las puertas de la casa
tenían cerrojo unos de llave de seguridad otros de combinación-, para acceder al
último cajón del zapatero para acceder a la pequeña caja fuerte empotrada de
detrás, los fajos de billetes, demasiados de 500 euros, y los discos compactos
–contenían la pornografía infantil a la que Mikel era tan aficionado-, se
apilaban en ella. Ese dinero nunca lo gastaban en la ciudad en la que vivían,
los billetes grandes los empleaban durante los viajes al extranjero y los demás
en otros viajes como norma esencial de discreción. Había leído que los discos
se borraban con un imán pero no tenía, así que tendría que borrarlos uno a uno,
un par de docenas. Por un momento pensó en meterlos dentro de la urna pero sospechaba
que, si casualmente alguien la encontrase en la playa, se podría averiguar su
procedencia. Eran las cinco y media de la tarde cuando encendió su ordenador
personal, retrasó una semana el calendario del sistema y empezó la tarea de
borrado total y copiado de archivos inocuos en cada uno. Mareada y con cierto
dolor de cabeza, pasadas las siete había terminado después de limpiar la
papelera de su disco duro y poner de nuevo la fecha correcta y entonces
descolgó alguna de las llamadas que se habían estado produciendo toda la tarde.
Conversaciones de pésame anodinas
que le fueron produciendo una cierta tristeza absurda. Absurda porque ella ya
se había imaginado su soledad después de la desaparición de Mikel y la había
deseado, al fin y al cabo ambos llevaban vidas bastante solitarias y no se
interferían mutuamente en sus ocupaciones respectivas, sólo esporádicamente los
dos solos compartían breves sesiones de sexo en pareja, después de ver alguna
película pornográfica en las aburridas tardes de domingo en que él no iba al
campo de fútbol. Elena una prima muy lejana, la última en irse al mediodía, le
insistió en ir a pasar la noche con ella pero no le apetecía mucho a pesar de
que, llevando años de amistad, siempre su devoción y entrega le daban
satisfacción pero su participación en un frenético trío sexual hacía un mes
apenas, cuando Mikel empezó a dar muestras de fatiga por la ponzoña que iba
llenando su cuerpo, la descartaba. Sobre todo ante ella tenía que aparentar la
mayor pesadumbre y, a pesar de sus protestas en contra, una noche de amor entre
mujeres le parecía aun prematura en su estado de viudez. No iba tampoco a
llamar a un servicio a domicilio ni al joven Suleiman, el senegalés, cuyos
atributos masculinos, primero como regalo de cumpleaños de su esposo luego
porque su interior se lo reclamaba a voces, había degustado con fruición
últimamente, así que volvió a abrir el armario del fallecido y estaba
examinando los distintos consoladores, vaginas artificiales, lubricantes y
juguetes, muchos aun en sus blisters, que contenía cuando le llamó al teléfono
móvil su cuñada.
Desde un principio la pareja conjuntamente
decidió prescindir de sus respectivas familias, nunca iban a las comidas
familiares y menos celebraban con ellos las navidades –éstas las pasaban en un
principio en Canarias y la última década en Cuba-. A su piso no habían ido
apenas, de hecho les llamó camino del tanatorio para dar la noticia. Así que
nadie se extrañó de que descartase convocar un funeral. Pero sus suegros y sus
cuñados estaban cenando juntos y le llamaron para decirle que el funeral iba a
ser dos días más tarde en un santuario de una Virgen en el monte Jaizkibel y
que una esquela al efecto –que ellos pagarían-, saldría en el diario del día
siguiente. Se avino a asistir y acto seguido llamó a sus padres –en realidad a
su padre, con su madre no se hablaba nada desde que le dijo que nunca iba a ser
abuela por su parte-, y hermanos para decírselo. Notó el alivio paterno y colgó,
diciendo a su padre una mentira más: que tenía que levantarse temprano para cumplir
los últimos deseos de Mikel.
Eligió un vibrador nuevo de color
rojo con finas protuberencias y con un juego de escobillas de silicona
dirigidas a puntos sensibles de la zona
genital y anal del cuerpo femenino, también eligió un engrasador corporal que
facilitaba el uso del aparato y además, como sabía, era calorífero. Puso
pilas nuevas y se dirigió a su cama,
descartando el jacuzzi. Sonó nuevamente un móvil, el móvil de Mikel.
-
¡Zulis asesina! –la inconfundible voz de Luis Alberto
Herrero de Valdegovia, tercer hijo legítimo del Marqués de Oporto como él
decía, le sobresaltó-, seguro que le has matado a polvos y el viejo ha cascado.
La expresión descarada le
tranquilizó. Luis Alberto era un abogado borracho y putero que tenía una vieja
relación con el fallecido, al que adoraba y envidiaba, sin haber conseguido
entrar en el círculo de sus amistades más íntimas.
Procuró contestarle groseramente
y colgar con celeridad. Luego desconectó todos los teléfonos y puso Finlandia
de Sibelius como música de fondo antes de acostarse con la compañía vibrante
del artilugio de plástico.
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