sábado, 4 de marzo de 2017

LA NIÑA BARRO

Ángela nació en una población del interior guipuzcoano, donde su madre le puso un nombre que le gustaba sin pensar en ponerle un nombre de futuro funcionario del Gobierno Vasco. Sus ocho apellidos eran vascos en el sentido más amplio del término, esto es como el de cantera para el equipo de fútbol de la capital mundial de Euskadi. Ángela desde pequeña tenía más tendencia a perderse que una pelota de golf –y los que lo practican saben a lo que me refiero-, así que, cuando le tocó estudiar en un centro universitario donostiarra, era más fácil encontrarla bebiendo en las fuentes del saber nocturno de la Parte Vieja que en las fuentes del Derecho por las aulas de Ibaeta.
Los dioses del rugby tienen a veces extrañas maneras de aparecerse a los mortales y hacerles tomar la senda tan satisfactoria de sangre, sudor y lágrimas que supone este deporte. A Ángela se le aparecieron, una madrugada de domingo, en forma de un grupo de amazonas del tercer tiempo prolongado que la recogieron en algún antro de perdición –que diría su tía, mitad monja, mitad cucaracha, que había intentado domesticarla en el bachiller-, y que la arrastraron a comprometerse a entrenarse con ellas unos días más tarde.
Caída del caballo, o como se diga ahora, Ángela descubrió el barro, el dolor, el esfuerzo, la convivencia, la confianza, y los demás componentes del rugby. Su práctica en el tiempo tropezó con los inconvenientes de todo el deporte femenino en nuestra sociedad: medios raquíticos, proyectos que se disuelven en cuanto dejan de ser útiles a los dirigentes, rutinas machistas de los clubes… que tuvieron que ser superados.

Ahora Ángela es esa mujer que pisa fuerte en la vida sin miedo a resbalar en el barro y que de vez en cuando nos cuenta sus anécdotas a esta cuadrilla de indigentes del rugby que, a través de estas columnas, nos asomamos a la ventana de estas páginas.  

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