Ángela nació en una población del interior guipuzcoano,
donde su madre le puso un nombre que le gustaba sin pensar en ponerle un nombre
de futuro funcionario del Gobierno Vasco. Sus ocho apellidos eran vascos en el
sentido más amplio del término, esto es como el de cantera para el equipo de
fútbol de la capital mundial de Euskadi. Ángela desde pequeña tenía más
tendencia a perderse que una pelota de golf –y los que lo practican saben a lo
que me refiero-, así que, cuando le tocó estudiar en un centro universitario
donostiarra, era más fácil encontrarla bebiendo en las fuentes del saber
nocturno de la Parte Vieja que en las fuentes del Derecho por las aulas de
Ibaeta.
Los dioses del rugby tienen a veces extrañas maneras de aparecerse
a los mortales y hacerles tomar la senda tan satisfactoria de sangre, sudor y
lágrimas que supone este deporte. A Ángela se le aparecieron, una madrugada de
domingo, en forma de un grupo de amazonas del tercer tiempo prolongado que la
recogieron en algún antro de perdición –que diría su tía, mitad monja, mitad
cucaracha, que había intentado domesticarla en el bachiller-, y que la
arrastraron a comprometerse a entrenarse con ellas unos días más tarde.
Caída del caballo, o como se diga ahora, Ángela descubrió el
barro, el dolor, el esfuerzo, la convivencia, la confianza, y los demás
componentes del rugby. Su práctica en el tiempo tropezó con los inconvenientes
de todo el deporte femenino en nuestra sociedad: medios raquíticos, proyectos
que se disuelven en cuanto dejan de ser útiles a los dirigentes, rutinas
machistas de los clubes… que tuvieron que ser superados.
Ahora Ángela es esa mujer que pisa fuerte en la vida sin
miedo a resbalar en el barro y que de vez en cuando nos cuenta sus anécdotas a
esta cuadrilla de indigentes del rugby que, a través de estas columnas, nos
asomamos a la ventana de estas páginas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario