Maitane
no tenía en su piel la biblia en verso tatuada pero casi, unos
piercings señalaban todos y cada uno de los promontorios y
depresiones de su cuerpo, al menos en la parte que un escueto tanga
blanco dejaba al descubierto. Había llegado a la playa de la
Zurriola y había establecido un reino de toallas y pareos en su
entorno como era su costumbre. Una especie de medio novio medio bufón
compartía el minifundio en la arena ardiente y se apartaba cada vez
que se acercaba alguien a aquel dominio temporal a rendir pleitesía,
después de cumplir su función de extender la crema protectora
estrictamente donde ella no podía alcanzar con sus manos. Maitane
aceptaba la adoración de jóvenes de ambos sexos que se le acercaban
con cierto aire de pagafantas a robarle unos instantes de su
dedicación al cancerígeno natural.
Murray
bajó a la playa con su más pequeño descendiente, provisto de cubo,
pala, pelota de rugby playera, gorras, bañadores, crema
superprotectora al máximo y todas las instrucciones de la madre de
la criatura, cuando la tarde soleada ya empezaba a ser más
soportable. Encontró para establecerse un hueco entre el límite de
la marea y el límite de la música reggaetón que los nuevos vascos
difundían con sus aparatos para vengarse del trato que Lope de
Aguirre y otros ancestros de por aquí infligieron en el pasado a las
tribus indígenas de su procedencia. Una vez extendida su toalla,
ésta tenía una frontera común con el feudo de aquella joven cuya
cara, no las tetas perforadas por dos palillos metálicos a la altura
de los pezones, le sonaba algo, quizá una andereño de alguno de sus
hijos o una empleada de la caja de ahorros del barrio o la cajera del
supermercado… el caso es que no saludó a Maitane que ignoró
completamente su presencia.
Mientras
el vástago correteaba por aquí y por allí, los ojos de Murray iban
de la obligatoria vigilancia de los riesgos infantiles de su
izquierda a la borrosa lectura de los tatuajes de la fémina de su
derecha, de la indiferencia por los incordios que el niño podía
causar a otros usuarios de la polución acuática de la orilla de su
izquierda al interés científico por la enumeración de los objetos
perforantes que se podían identificar en el cuerpo turgente de su
derecha.
Confortablemente
instalado bajo su ridícula sombrilla, poco a poco empezó a sentirse
incómodo, cuando un pitón de miura empezó a empujar el textil de
su bañador para probar su resistencia al desgarro a la altura de su
entrepierna, hasta que llegó un momento en que fue consciente que se
encontraba en situación de ganar el premio a la mejor interpretación
masculina en el Festival de Cine Porno de su Litzartza natal si
existiera. Y entonces fue cuando llegó el niño corriendo y
gritando:
-
¡Levántate, aitá! ¡Que la amá viene por ahí a buscarnos y no
nos ve!
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