Sigmund Freud (Photo credit: Bods) |
El censor de los demás es un censor de sí mismo que reprime –porque tiene poder de reprimir-, las desviaciones de su conciencia moral que percibe en el sujeto pasivo de su censura.
La conciencia moral del censor nacionalista, por ejemplo, acepta la pulsión de muerte que es esencial en su concepción del mundo. Mundo en que su pueblo nunca ha encontrado la ubicación merecida por ser “ese pueblo”, porque esa ubicación ha sido ocupada por otros en el pasado –siempre que no haya nostalgia de un tiempo pasado mitificado-, y en el presente, así que el futuro de su pueblo exige desalojar a quienes impiden la trayectoria hacia su lugar de su pueblo.
Pero ese mismo censor rechaza las pulsiones lúdicas de quienes entienden que “su pueblo” es una ficción y que como todas las ficciones humanas puede nacer, desarrollarse, modificarse, sustituirse por otra convención o extinguirse, sin que la realidad del hombre desaparezca y ese rechazo surge de su propia psique que le reclama que se haga un examen de una vez.
Lo que causa miedo al censor está dentro de él y por eso necesita censurar a los que no se expresan como él ha aceptado hacerlo y necesita rodearse, hasta batir récords, del ruido de los que caminan por la senda circular y siniestra que se inició en la definición de la identidad y que sólo puede acabar en la definición de la identidad.
Efectivamente, Freud como Jack Lemmon nunca vino a cenar a San Sebastián.
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