Un par de rugbiers guipuzcoanos se tropezaron recientemente en
una braderie cualquiera y aprovecharon para hablar –quizá lo que no hacen mucho
en el curso de la temporada ya que somos pocos pero mal avenidos-, tanto de lo
que acaba como de lo que hay que preparar en refuerzos, fichajes y ascensos de
jóvenes. No se enseñaron las listas de nombres tachados que ambos llevaban en
el bolsillo pero los presupuestos ajustados que enmarcan la actividad de
nuestro clubes les llevaron a comentar la evidente necesidad de seguir invirtiendo
en formación, de desarrollar los planes federativos, de las escuelas de rugby,
de atraer a los niños, a los jóvenes, a los padres... de superar los obstáculos
burocráticos de una vez.
La conversación se cortó y no se reanudó ya. Un grupo numeroso
de niñas y algunos niños, de unos cinco años de edad, jugando con balones
ovales y vestidos con las ropas deportivas del club de rugby local, sin aparente
compañía de mayores –una monitora pasó más tarde corriendo con un niño en
brazos-, les pedía educadamente que se apartaran de su camino.
Los dos rugbiers guipuzcoanos se miraron y se despidieron
con un mero agur apenas musitado.
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