La imagen del rugbier con su cerveza en la mano, un brazo
sobre el hombro de su contrario del partido anteriormente jugado, desafinando con
entusiasmo en una canción ritual, esa imagen refleja una de las esencias de
este deporte, ese tercer tiempo que es alabado en general. No se concibe un
tercer tiempo sin alcohol en nuestro rugby, como en nuestra sociedad no se
concibe fiesta sin alcohol, y el rugby es una fiesta, por tanto se consume
alcohol.
Y los jóvenes jugadores de rugby son educados actualmente,
por tanto, en un deporte en el que se promociona la tolerancia con la euforia
alcohólica y los hechos excesivos que se cometen a partir de la desinhibición
producida por la bebida. Unos serán alcohólicos, otros no, en proporciones poco
estudiadas y posiblemente como consecuencia no solo del rugby –en muchos
ambientes sociales de nuestro entorno las relaciones interpersonales solo
existen con el catalizador del alcohol-.
Ya no se fuma, como se fumaba antes, durante ese tercer
tiempo pero éste se prolonga y la ingesta consiguiente se lleva a veces hasta más
allá de los límites saludables y, como consecuencia, se dificulta la
recuperación de la normalidad, del estado físico y mental que permite la
preparación del siguiente partido.
Es difícil moderar la sed de diversión de un joven y más
difícil si éste empieza a ganar un dinero con el deporte que otros jóvenes no
alcanzan. Sin embargo, hay que establecer mecanismos mentales en los jugadores
para que disfruten del tercer tiempo y respeten su propio cuerpo, y quienes
tienen que hacerlo son rugbiers, ahora entrenadores o directivos, que
posiblemente también se habrán excedido hace unos años.
El combate colectivo terminado, la recuperación de líquidos
conjunta, el intercambio de opiniones con árbitros y adversarios sobre esos
ochenta minutos compartidos… no han desaparecido ni con el profesionalismo pero
si queremos conservar esta faceta esencial del rugby hace falta que
solucionemos sus problemas.
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