Français : Vue panoramique de la ville de Rezé (Loire-Atlantique) prise au 6 éme étages de la maison radieuse (Architecte: Le Corbusier) (Photo credit: Wikipedia) |
UNA CARTA DEL PASADO
Nantes 11 de marzo de 1824
Querido Jules:
Es hora de que te explique aquellos sucesos de hace 10 años. Tanto tú como yo hace tiempo que dejamos la juventud atrás, e incluso la madurez. Pero creo que tengo fuerzas para escribir una carta, una larga carta supongo. También te haré llegar las notas que tomé con la fatua idea de escribir unas memorias que mis ocupaciones me han impedido siquiera abordar. Hay además en mis cajones cartas tuyas y de algunos parientes y amigos que he conservado, el diario de mi segunda esposa que no es un diario sino confesiones escritas en español pero murió sin hacer llegar a un fraile de su tierra como creo que quería y muchos documentos, papeles, láminas… que he ido acumulando y que a veces ojeo sin poder evitar llorar. Quiero que los guardes en tu casa para que tus hijos y los hijos de tus hijos al menos puedan tener algo que contar a sus niños antes de que se duerman por las noches –como aquellas historias de piratas que nuestro padre nos contaba a nosotros con el enfado de nuestra madre-. El clima de Rezé acaba por estropear todo con su humedad y en tu casa estarán mejor y siempre podrán hacer fuego con ellos si no les encuentran utilidad alguna.
Desde que se había muerto mi mujer yo tenía la sensación de que estaba viviendo de más. No creía merecer seguir vivo mientras ella se había ido para siempre. La guerra que el pequeño corso había extendido por toda Europa nos mantenía ocupados a los que habíamos hecho de trabajar metales nuestro medio de vida así que sin ninguna ilusión lo mismo reparaba armas para los barcos que osaban salir a la mar a burlarse de los ingleses que fabricaba sartenes, ollas y botes para el gran ejército que iba ya de derrota en derrota hacia la debacle final, lo mismo en España que en las estepas del Danubio o más cerca. No me importaba mucho cobrar, aunque algo siempre me pagaban y mantenía a mis oficiales y escasos aprendices en el taller para evitar que estúpidas levas les llevasen a ahogarse en el océano, a echar sus intestinos en el páramo castellano o a pudrirse en un isla del Mediterráneo como te pasó a ti durante todos aquellos horribles años –siempre hay gilipollas que los siguen considerando gloriosos-.
No tenía la más mínima intención de hacer yo lo que evitaba a otros con toda suerte de triquiñuelas, mi tristeza no era suicida, era una especie de resaca pesada que me embotaba casi todas las horas del día y el día se me hacía muchas veces demasiado largo cuando el trabajo decaía y la fatiga que buscaba no compensaba la negrura de mis emociones.
Ya sabes que los alambiques siempre me han salido muy bien y antes de aquella imperial demencia que sacudió Francia, vendí decenas y los capitanes me los arrebataban de las manos para llevarlos a ultramar. Aun hoy es el rubro principal de mi negocio y creo que tú también haces algunos que no te salen mal del todo. Me dio por embrutecerme con destilados de casi cualquier cosa que hacía cada noche y que bebía en vez de cenar con el pretexto que me daba a mí mismo de buscar un cierto calor en aquella húmeda, destartalada y demasiado sucia casa que tú tanto conoces y que dices añorar.
No he sido hombre de tabernas pero aquellas bebidas de frutas, de granos, de flores, de hierbas que elaboraba fueron peor para mí que la peor bebida de la peor de las tabernas del puerto de Nantes. Así que una mañana que no me pude levantar siquiera para ir a trabajar, esto es, cruzar el patio desde mi habitación al taller, fui despertado violentamente por un sargento bigotudo que entró hasta mi lecho. Yo estaba vestido encima de la cama, me habría quedado así dormido, tal era mi estado de postración...
Querido Jules:
Es hora de que te explique aquellos sucesos de hace 10 años. Tanto tú como yo hace tiempo que dejamos la juventud atrás, e incluso la madurez. Pero creo que tengo fuerzas para escribir una carta, una larga carta supongo. También te haré llegar las notas que tomé con la fatua idea de escribir unas memorias que mis ocupaciones me han impedido siquiera abordar. Hay además en mis cajones cartas tuyas y de algunos parientes y amigos que he conservado, el diario de mi segunda esposa que no es un diario sino confesiones escritas en español pero murió sin hacer llegar a un fraile de su tierra como creo que quería y muchos documentos, papeles, láminas… que he ido acumulando y que a veces ojeo sin poder evitar llorar. Quiero que los guardes en tu casa para que tus hijos y los hijos de tus hijos al menos puedan tener algo que contar a sus niños antes de que se duerman por las noches –como aquellas historias de piratas que nuestro padre nos contaba a nosotros con el enfado de nuestra madre-. El clima de Rezé acaba por estropear todo con su humedad y en tu casa estarán mejor y siempre podrán hacer fuego con ellos si no les encuentran utilidad alguna.
Desde que se había muerto mi mujer yo tenía la sensación de que estaba viviendo de más. No creía merecer seguir vivo mientras ella se había ido para siempre. La guerra que el pequeño corso había extendido por toda Europa nos mantenía ocupados a los que habíamos hecho de trabajar metales nuestro medio de vida así que sin ninguna ilusión lo mismo reparaba armas para los barcos que osaban salir a la mar a burlarse de los ingleses que fabricaba sartenes, ollas y botes para el gran ejército que iba ya de derrota en derrota hacia la debacle final, lo mismo en España que en las estepas del Danubio o más cerca. No me importaba mucho cobrar, aunque algo siempre me pagaban y mantenía a mis oficiales y escasos aprendices en el taller para evitar que estúpidas levas les llevasen a ahogarse en el océano, a echar sus intestinos en el páramo castellano o a pudrirse en un isla del Mediterráneo como te pasó a ti durante todos aquellos horribles años –siempre hay gilipollas que los siguen considerando gloriosos-.
No tenía la más mínima intención de hacer yo lo que evitaba a otros con toda suerte de triquiñuelas, mi tristeza no era suicida, era una especie de resaca pesada que me embotaba casi todas las horas del día y el día se me hacía muchas veces demasiado largo cuando el trabajo decaía y la fatiga que buscaba no compensaba la negrura de mis emociones.
Ya sabes que los alambiques siempre me han salido muy bien y antes de aquella imperial demencia que sacudió Francia, vendí decenas y los capitanes me los arrebataban de las manos para llevarlos a ultramar. Aun hoy es el rubro principal de mi negocio y creo que tú también haces algunos que no te salen mal del todo. Me dio por embrutecerme con destilados de casi cualquier cosa que hacía cada noche y que bebía en vez de cenar con el pretexto que me daba a mí mismo de buscar un cierto calor en aquella húmeda, destartalada y demasiado sucia casa que tú tanto conoces y que dices añorar.
No he sido hombre de tabernas pero aquellas bebidas de frutas, de granos, de flores, de hierbas que elaboraba fueron peor para mí que la peor bebida de la peor de las tabernas del puerto de Nantes. Así que una mañana que no me pude levantar siquiera para ir a trabajar, esto es, cruzar el patio desde mi habitación al taller, fui despertado violentamente por un sargento bigotudo que entró hasta mi lecho. Yo estaba vestido encima de la cama, me habría quedado así dormido, tal era mi estado de postración...
Y al poco tiempo me encontré dentro
del castillo de la Mota sobre el puerto de San Sebastián, recibiendo bombas y
obuses, mientras reparaba cañones y armas de todo tipo por cuenta de aquel
Emperador que nunca acepté.
Voy a intentar irte escribiendo todo
ello, queridísimo hermano, porque necesito descargar en otro Massé, como tú
hiciste conmigo al salir de Cabrera de Mallorca, estos pesos que paralizan mi
alma.
Un tierno abrazo
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