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-¿Qué hace una chica como tú en un sitio como
éste? –Galtzagorri reflexionaba un día ya lejano, viendo llegar al
entrenamiento a una joven mujer en traje de ejecutiva, zapatos de tacón,
maquillada y con unas gafas a juego con su elegancia, solo la gran bolsa de
deportes que llevaba era indicativa de que venía a sumarse al equipo-. Claro,
al rugby también juegan las chicas y todas tienen algún puesto en el equipo
pero…
Unas semanas más
tarde, aquella chica ocupaba un puesto indiscutible en la alineación de aquel
desaparecido equipo femenino, los prejuicios de Galtzagorri habían desaparecido
de su pensamiento ante la entrega en la preparación semanal –a veces
inevitablemente aburrida-, de los partidos y la pasión que durante los ochenta
minutos de juego ponía.
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Si tienes miedo de hacerte daño, te harás daño
–Se le oía decir a veces a alguna otra jugadora-, ahora a jugar, las pupas te
las curarás luego.
En el equipo le
pusieron un sobrenombre: “La Preysler”. Muchas veces llegaba del trabajo
directamente al vestuario y vestida como la reina filipina del marketing social
pero, en cuanto se desprendía de su “buzo de trabajo” de marca, pasaba a ser la
rugbier que se ponía a placar, cargar, empujar en los mauls, arrancar balones
en los rucks, a correr esquivando… Parecía querer sacar de su cabeza las cosas
malas de la vida profesional mediante el rugby y lo conseguía, la sonrisa impasible de quien, por ser mujer,
tiene que demostrar cada minuto su valía en el mundo reaccionario de la
empresa, esa sonrisa que esconde lo que se piensa del baboso de turno, esa
sonrisa se transformaba en la alegría desbordada del tercer tiempo colectivo,
donde el respeto, la convivencia y la hermandad vienen a cerrar el encuentro.
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