jueves, 8 de abril de 2021

PRIMERA DOSIS

Aristide Labarthe llegó al centro de vacunación en que había conseguido cita a las 10 de la mañana, la vacuna no se la pondrían hasta las 10,45 por lo menos pero él estaba a las 10 de la mañana, con ganas de mear, pero dispuesto a esperar. Para conseguir la cita había puesto el despertador a las 3 de la madrugada, un compañero, también profesor en el Liceo y ya parcialmente vacunado, le había explicado que a esas horas la página web donde se cogían las citas  estaba más descargada de tráfico. Debía ser cierto, porque la desesperación de días anteriores dio paso a una cierta esperanza y, después de pasar los obstáculos que siniestros informáticos programan en estos casos de necesidad, consiguió la cita, habían pasado apenas 20 días desde aquella noche y allí estaba en la cola del centro de vacunación junto, a una distancia variada en realidad, a otras personas variadas de las que ya no cumplirían los 50 en su mayoría, alguna parecía que no iba a cumplir los 90 precisamente.

Las ganas de mear eran su máxima preocupación y no se veía una sola indicación de meadero público en los alrededores, un parquecillo con algunos setos y arbolitos, todos florecidos por la intermitente primavera, parecía invitar a descargar la apremiante vejiga en un momento pero no había forma de hacerlo discretamente, los jubilados y jubiladas tomaban el sol sentados al sol encima de las cintas rojiblancas que el ayuntamiento había dispuesto para indicar la prohibición de sentarse, todos ellos con sus mascarillas puestas, algunas puestas de tal manera que parecían pequeñas banderas blancas ondeando al viento desde una oreja con audífono. Labarthe pensaba que la contrarreloj que estaban disputando sus esfínteres urinarios ante el cúmulo de reflejos miccionales era tan dura como una crono-escalada en las Dolomitas y que el impulso nervioso de las ansias de liberar el líquido amarillo iba a  pasar del nervio pudendo hacia el esfínter externo urinario para una micción relajante en los calzoncillos “tommy hillfiger” nuevos, recién comprados en “galeries lafayette”, que se había puesto justo antes de salir de casa, salir con tanta prisa que se le había olvidado mear.

Decidió calarse la mascarilla hasta las cejas y echar una carrerita hacia el fondo del parque justo cuando una empleada temporal de las autoridades sanitarias salió a la puerta del “vacunatorio” y voceó “Los de las 10,45, para dentro”.

El primero, llegó el primero al mostrador, su experiencia de medio de melé, capaz de posar el balón en la zona de ensayo entre montoneras de gordos para decidir un encuentro, le sirvió para agarrar el número que le tendió otra temporal, localizar un escondido pictograma universal de “pipi-toki” que reenviaba al exterior por otra puerta, saltar sobre la señora de 90 años sentada sobre su andador que fumaba en su camino obstaculizando la entrada, y lograr el alivio sublime de una inacabable meada, que se acabó cuando su número se cantaba en el bingo de las sillas de espera.

El protocolo y el pinchazo fueron bien.

 


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