La melé es una jugada que está en la esencia del rugby a XV.
La imagen de los ocho delanteros de cada equipo agachados, entrelazados en
forma de un triángulo reforzado y disputándose el balón con los pies a la vez
que empujan para que aquél salga por los pies del jugador que cierra el vértice
constituye para el profano algo incomprensible.
La primera línea de la base de aquel triángulo la forman
tres jugadores ciertamente especiales los dos piliers o pilares y el talonador
que de siempre se han jugado el cuello en la entrada enfrentada y en el choque
de fuerzas que la melé siempre supone.
Las reglas de esta jugada han ido cambiando en aras de que
la salud de los deportistas sea
protegida y de que el juego no se ralentice por la dificultad de que los
dieciocho intervinientes, también los medios que introducen el balón deben ser
coordinados en su desarrollo, interpreten su papel ajustadamente a juicio del
decimonoveno e importantísimo elemento: el árbitro.
“Maldito pilar” era el titular inicial de este comentario
porque no iba a titularlo “maldito arbitraje” en aras de los valores de este
deporte. Estas últimas temporadas no hay prácticamente partido en que el
árbitro no pite varios golpes de castigo –posibilidad de 3 puntos en contra-,
que impute cada vez con su dedo acusador a alguno de los pilieres, después de
que se haya caído la melé. Y ni los jugadores ni los espectadores llegamos a
comprender demasiadas veces el motivo de la sanción, a pesar de que los
árbitros de rugby, expertos en la mímica didáctica, realizan gestos extenuantes
para mostrarnos lo que han creído ver y la intencionalidad del castigado
–recientemente hemos visto una expulsión temporal de un buen jugador de primer
nivel por haber sido repetidamente sancionado con un golpe, expulsión que de
todos los presentes sólo entendió el árbitro, creo-. Mi corazón está con los
pilieres y me incita a pedir que se reforme la reforma para que la melé deje de
ser una ruleta caprichosa de golpes de castigo.
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