
La vida
pasa lista de asistencia y se echa de menos a los rugbiers que ya están para
siempre en “el tercer tiempo que no se acaba nunca”, entre el reino de las
sombras y un paraíso de melés, cervezas y mujeres. Sin embargo, sus huecos se
rellenan con los que van saltando del banquillo de la juventud para
reemplazarlos en su puesto del mantel.
Ya
en la mesa parece que fue ayer y no hace
tantos años cuando estos niños abuelos revestidos de sus colores de guerra
taconeaban metálicamente trotando por el pasillo que conducía desde el
vestuario hasta la cancha, las voces y los gritos despiertan ecos de nostalgias
en los muros de la sociedad. La insoportable levedad del rugby les ha ofrecido
momentos que no pueden evitar que se les escapen cada vez más entre los dedos
aunque los repitan una y otra vez y cada año con detalles más coloridos e
inverosímiles que el anterior.
Como
todos los años la actualidad de nuestro rugby surge una y otra vez en las
conversaciones incoherentes, conversaciones que, con el comienzo de la
digestión, se hacen cada vez más armónicas en una bizarra sinfonía cacofónica
hasta concluir en la inevitable coral, donde todo el repertorio de canciones de
autobús es repasado con dispar fortuna.
Y el
año que viene, quizá las alubias se peguen un poco o no, pero los veteranos del
equipo estarán ahí para recibir esa dosis anual de poesía del oval que les es
necesaria para vivir.
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