Adela
era una estudiante de 15 años que conoció a Emma, una joven de pelo azul, que
le propuso jugar a rugby. Adela se quedó asombrada, apenas había visto a Emma
por el Instituto y nunca había tenido mucho interés en el deporte y menos en el
rugby. Pero la mirada chispeante de la chica de pelo azul le impulsó a aceptar
su propuesta y en quedar con ella en realizar una prueba en algún
entrenamiento.
El
entrenamiento estaba señalado para aquella misma tarde. A pesar de que Emma le
dijo que no hacía falta que llevara más que ropa deportiva y unas zapatillas, Adela
se empeñó en ir lo más equipada posible, tuvo que pedir unas botas de tacos a
un primo que jugaba al fútbol pero omitió todas explicaciones. Aun no sabía que
su vida iba a cambiar mucho a partir de aquel encuentro con Emma, no solo
porque ya no iba a usar faldas –los pantalones disimulan mejor los cardenales
de las piernas- sino porque ya no iba a dejar la melé nunca y aprendió que la
melé es una demostración de interdependencia “ya que no podemos competir sin
sostenernos las unas a las otras”, como le gusta repetir ahora.
Los
contactos, al llegar al campo, le daban miedo pero descubrió que el rugby es combate
y evitación, pasar hacia atrás el balón para hacer avanzar el equipo y, sobre
todo, que es respeto y convivencia. Adela fuera del rugby sigue siendo una
estudiante un poco tímida aunque ya no le cuesta mucho relacionarse. Emma, ella
y el resto del equipo no son “inseparables” sino que son “esas chicas que
juegan al rugby” pero esta etiqueta no tiene un carácter peyorativo, como
temían sus padres. Su madre le compró el casco y el protector dental para su
primer partido serio y cada fin de semana se preocupa de que el maquillaje,
para después, nunca falte en su bolsa de deporte y está encantada con que Eva
conociera a la chica del pelo azul, el color de su equipo de rugby.
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