Una
especie de “casting” para un juego de negocios, negocios
culturales pero negocios, ha colocado a un par de amigos en la
terraza de un hotel con vistas sobre la ciudad, la bahía tranquila
posa, incomparable quizás, en la luz otoñal, el casco urbano con
sus hitos arquitectónicos se extiende y esconde entre sus colinas,
esos momentos en que se hincha el pecho del aire donostiarra.
- La
ciudad de las siete colinas y los diez mil taberneros -comenta Jon
Galtzagorri chupando su electrónico chupete para inhalar sucedáneos
de cancerígenos tan necesarios como la vida-, con su obsesión de
ser algo más que un punto en el mapa.
- La
Quincena Musical, el Festival de Jazz, la Clásica Ciclista, el
Festival de Cine, la Real… hace tiempo que Donostia es algo más
que un punto en el mapa -el Marqués de Altamira le pasa el agua
mineral con gas y rodaja de limón-, y dentro de poco ¡Hasta el rey
de Tonga va a querer venir a darse una ronda de “pintxos” por lo
viejo!
-
Pero después del error de la Capitalidad Cultural Europea ¡Este
“anus horribilis” que estamos pasando!
-
“Annus”, con dos enes.
- Ya
lo sé pero, para mí, este 2016 ha sido en Donostia un “anus
horribilis”.
- Lo
pasado pasado está. Hay gente con iniciativas que harán olvidar
este año de gastronomía hasta el empacho y de perfomances
delictivas, entre algo de buen teatro y de buen ballet… Además a
nada que la Real no bajé a segunda y que le den otra estrella
michelín a un merendero, los donostiarras os dedicaréis a preparar
la tamborrada sin mirar para atrás y tan contentos.
-
Mientras que los líderes no se aclaren si quieren para nuestra
cultura el modelo Lizarza o el modelo Londres, esto, este barrio de
la capital de Euskadi que sigue siendo Bilbao, va ser un continuo
zigzag hasta marear a los que se interesan por algo más que la
pitanza a precios de arte contemporáneo o por el menisco de un chico
que corre bajo el nivel freático de Anoeta.
- A
lo mejor nos es mala idea convertir la Tabakalera en la mejor
sucursal del Guggenheim y, como sobra sitio, en la mejor sucursal del
Museo del Prado.
Una
amable azafata, alzada sobre unos espectaculares zancos en forma de
zapatos, anima a entrar en varios idiomas a los que remolonean por la
terraza.
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