Desde que los niños empezaban en la escuela de rugby de aquel pequeño
club de aquel pequeño pueblo -del sudoeste francés o puede que más
abajo-, se les decía que el club de la capital era el enemigo. Año
tras año dirigentes, entrenadores y responsables no se olvidaban de
achacar todos los males del club a las maniobras del poderoso rival,
éste compraba árbitros, manipulaba federativos, hacía el calendario,
incluso se llevaba por dinero a los jugadores más destacados de la
cantera local y todo ello en perjuicio de los puros y buenos rugbymen
autóctonos. También en las familias se transmitía, quizá por descuido,
el mismo mensaje y los munícipes, e incluso el párroco, opinaban igual
tanto en privado como en público.
No hay que decir que los inevitables encuentros entre los equipos de
las distintas categorías a lo largo de las competiciones se reseñaban
más a menudo en las páginas de sucesos que en las de deportes cuando
por casualidad se asomaban a la prensa de otros ámbitos. Pero, eso sí,
los medios del lugar siempre encontraban la explicación adecuada y la
responsabilidad en aquella conflictiva relación desigual provocada por
la parte del club de la capital.
Con el cuello roto por aquella corbata alevosa que le propinó el ala
local, yacía en el suelo el medio de apertura visitante –aunque nativo
del pueblo había fichado por el otro club por causa de sus estudios
universitarios en la capital-.
Y el alcalde, sacristán, padre de jugadores y presidente del pequeño
club del pequeño pueblo decía: Condenamos esta agresión absurda e
impropia de nuestro pueblo, bla, bla, bla...
-Es la educación, cretino, es la educación –pero sus sordos oídos no
percibían el deformado eco que rebotaba desde la pared del frontón de
la plaza-.
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