El rugby, en cierta manera, ha sido
hasta ahora una tierra de acogida de promesas frustradas de otros
deportes ciertamente más profesionalizados. Descartado un futuro en
el fútbol, en el basket o en la pelota vasca el chaval o la chica
se dejaba “caer” por el equipo de rugby local donde siempre podía
encontrar su sitio. No ha sido habitual que por jugar al rugby
alguien dejase su formación a un lado y lo normal es que cuando se
deje el rugby de competición no se haya frustrado un plan de vida.
Pero el profesionalismo está trayendo
un nuevo medio ambiente, como se está viendo en las seis naciones
superiores europeas. Ya el dinero ha empezado no sólo a propiciar
que la coca, el alcohol y el puterío como en otros deportes
profesionales se incorporen a la vida del deportista, sino que
aparezcan después esos patéticos juguetes rotos que gozaron de un
momento de gloria y que aun jóvenes carecen de una vida con
contenido. Los sindicatos de jugadores profesionales están
intentando paliar estas derivas provocadas por el espejismo de la
juventud más dinero pero cada vez más se asoma la preocupación
por los fracasos de unos limitados medios.
Quizá creamos que
estamos lejos de este futuro por estas tierras pero si nuestro rugby
tiene un desarrollo inevitable hacia el profesionalismo pleno,
debemos prepararnos todos desde los jugadores hasta los directivos
para lo que pueda pasar de negativo.
Es muy lindo hablar de
valores del rugby y, a mí el primero, se nos llena la boca de
tópicos pero la realidad de unos clubes que han sido incapaces de
constituir una Liga Profesional de Rugby mínimamente seria y de unos
deportistas empleados de ellos que no se han asociado sindicalmente a
pesar de lo que les ha llovido encima, es una realidad de excolonia
tercermundista en un mundo de capitalismo despiadado.
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