La victoria tiene cien padres, la derrota es huérfana, como dijo Napoleón Bonaparte. Los patrocinadores están abandonando, sin mirar atrás, a uno de los iconos mundiales del dopaje, que antes fue un vencedor indiscutido –no es bueno asociar tu reputación social a un apestado-, al que ahora sólo defienden quienes se escaparon de la red cazatramposos por sus huecos reglamentarios o así.
Como ya he opinado en alguna ocasión, no creo que el rugby esté en un utópico mundo oval en el que todos somos buenos. Es evidente que jugar cuarenta o más partidos de rugby al año en los que se reciben
centenares o miles de golpes requiere una salud inhumana de quien ha hecho de ello su vida profesional y que es, para su desgracia, humano. Incluso a veces nos sorprenden noticias sobre deportistas aficionados
que dan positivo en sustancias prohibidas en remotas competiciones de las fronteras del rugby pero las altas instancias sólo encuentran algunos pecadores en la élite mundial muy de vez en cuando.
Algunos dirigentes parece que en la realidad odian el dopaje pero se compadecen tanto de los dopados que no pueden ponerse a hacer cumplir sus normas en serio. Quizá, como otros dirigentes de otros deportes profesionales, lo que miran es sus ingresos sobre todas las cosas. Entonces ¿Para qué están las reglas?
No soy partidario de la “barra libre” de productos dopantes y más en un deporte cuya práctica, como la de todos los deportes profesionales, no es esencialmente buena para la salud de sus practicantes. Pero soy partidario de un cambio de mentalidad en el problema, en vez de animar al deportista a que juegue en el límite de la regla –que violará a veces cuando el árbitro no mire-, hay que incentivar un juego con límites en la salud de sus practicantes.
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