Se acerca la tamborrada, se oye en las calles de Donostia, desde los sótanos de las sociedades gastronómicas hasta los patios de los establecimientos de enseñanza esparcidos por alguna de las colinas del término municipal o casi. La repetición en bucle de las mismas melodías, de los mismos ritmos desde hace más de un siglo, bastante más, es invasora, envolvente y, a veces, cansina. Hay holandeses que no andan en bici y hay donostiarras que no golpean el tambor, el barril o la mesa del comedor durante las 24 horas de este mes largo que precede a la eyaculación desparramada por aquellas calles de comparsas de cocineros y de soldadesca napoleónica con desmesurada vocación de que todos participemos por activa o por pasiva en la fiesta, la fiesta del « gudari » de Ostia, al que estéticamente asaetearon, al parecer, sus colegas de ejército, para rematarlo a golpes días más tarde y arrojar su cadáver a los corcones del Tíber, si nos creemos las historias sagradas.
Hay quien considera que el comer bien es una actividad cultural y, por eso, Donostia-San Sebastián es siempre capital cultural europea sin que sea preciso proclamarlo, incluso se puede devenir doctor universitario en macarrones al gratén en un centro culinario vasco de nombre inglés que ya cuenta con instalaciones en una de las colinas mencionadas pero al que, además, se le va dotar de unas instalaciones, que ni el Guggenheim bilbaíno, aquí al lado, en mi barrio.
Lógicamente, yo no aspiro a cenar bien la víspera de San Sebastián, me suelo conformar con no morir de gastroenteritis después. Durante mucho tiempo, he sido de los que huyen de Donostia el día 20 de enero, durante unos años para esquiar, cuando aún había nieve en los Pirineos, incluso en los Alpes, aunque inevitablemente, si mi huida era en un grupo de excursionistas, la tamborrada se improvisaba con la debida emoción en donde fuera y la resaca nos acompañaba en los descensos del propio día. La izada de la bandera se une en mis emociones con una muerte, ausencia de la que no quiero escribir aquí. Esta coincidencia del calendario tampoco me ha añadido ganas de festejo desde hace 17 años pero la vida sigue y últimamente vuelvo a compartir el menú de tamborrada, no muy mala relación calidad/precio, el cava ideal para la acidez posterior en el garganchón, los golpeteos cacofónicos y arrítmicos sobre la mesa del restaurante y la posterior vuelta en la borrasca típica del invierno vasco para saludar a unos y otros -es lo mejor que tiene esa noche, los encuentros con los supervivientes de las tamborradas de nuestra juventud -, hasta que alguien tiene la suficiente autoridad para imponer una sensata huida hacia el lecho, donde se seguirán oyendo bandas, barriles y tambores con una frecuencia cada año superior.
¿Qué tiene que ver el teatro en la escuela pública francesa con lo anterior ? Nada. Pero Macron ha dicho algo sensato la otra noche, el martes 16 de enero : cursos de teatro obligatorios desde septiembre de este año en los colegios (De los 11-12 a los 14-15 aproximadamente). Ha omitido de incluir el rugby como deporte preferente pero, al menos, esa pequeña frase me ha dado una alegría más en esta semana previa al menú, al cava, al tamborreo y a la alegría marcada en el calendario de cocina como inevitable.
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