- Es un bonito
pueblo francés, un pueblo de ésos que sólo existen para que pase
el Tour por él y dar una bonita imagen en la televisión con sus
casas alineadas, su gran iglesia desproporcionada y una casa señorial
en ruinas junto a un estanque. Acabada la retransmisión de la hora
de nuestra siesta, el pueblo vuelve al coma del que ha salido durante
el fugaz paso del pelotón. En medio de ninguna parte, esto es, de
inmensos maizales regados por monstruos oxidados de metal que giran
escupiendo una cortinilla de gotas, quienes están censados en el
pueblo, llamarlos habitantes es una exageración, salen temprano por
la mañana para ir a trabajar por una retorcida carreterilla en su
peugeot hasta la modesta villa que hace de capital de la región y
van regresando a la tarde para encerrarse en sus casas, después de
cortar el césped del jardín y abonar las flores que nadie ve
durante trescientos sesenta y cuatro días del año, hasta que el
“bonjour” del día siguiente les despierte. Antes de internet, el
paso diario del cartero era la señal de que el pueblo respiraba, hoy
en día ni eso, incluso los fines de semana sus calles están limpias
y vacías, las compras se hacen en un centro comercial de las afueras
de la cabecera de la comarca.
Así era el pueblo
de mi amante de hace unos años, Françoise Chabrol. La conocí en la
caja de una franquicia cultural que ocupaba, y ocupa, un buen local
comercial del centro de… quizá de Pau, quizá de Albi -la memoria
se vuelve confusa con la edad-. Sus ojos oscuros y vivos en un rostro
de belleza andaluza me sedujeron inmediatamente, sería injusto decir
que doblaba en edad a las demás empleadas de la caja pero casi,
además de intentar pagar con la tarjeta de crédito que nunca
funciona en Francia le hice un primer comentario rutinario que
provocó su sonrisa y su respuesta, luego arranqué el diálogo -no
había muchos clientes a la hora española del almuerzo-, hasta
quedar para un rato más tarde en el bistró más próximo. A base de
compras culturales y de cafés “noisette” fuimos intimando en un
acelerado idilio -tendríamos ambos por entonces los cuarenta o más-,
que nos condujo a algún restaurante con habitaciones arriba o un
hotelito con restaurante abajo, no me acuerdo muy bien.
Su biografía seguía
el guión de esa película francesa de la que se ruedan tres o cuatro
versiones al año y que, cambiándole el título, la podemos ver en
algún ciclo del canal “Arte” cuando se nos agarrotan los dedos
de tanto zapping. Casada adolescente y embarazada, después de
hacerle un hijo más, su marido, conocido jugador de rugby local, se
había buscado un trabajo que le permitiera seguir jugando por la
vida mientras los hijos se iban incorporando al equipo. Una vez los
chavales partidos también del nido, la vida le abrió los ojos a
Françoise Chabrol, se buscó un divorcio malo y un trabajo peor,
pero la independencia tiene siempre un precio.
Esto de la
independencia despertaba algo en mi cerebro de macho español a
veces, pasados los primeros años de pasión y orgasmos descubiertos.
Había días en que me preguntaba: qué hago yo aquí, cortando el
césped, abonando estas putas flores, yendo a hacer la compra a más
allá del enésimo pino -además de maíz hay mucho pino por aquí-,
haciendo teletrabajo en esta topera, mientras mi señora deslumbra
con sus ojos a cualquier jugador de rugby que haya ido a comprar un
videojuego y luego a la tarde, cuando ella regresaba, y el whisky o
el pastis de aperitivo habían sustituido para siempre a las caricias
del preludio amoroso, tenía la sensación de que estaba pasando mi
vida avanzando dentro de un túnel inacabable, donde la única luz
que se veía al fondo era el espejismo de que la etapa del Tour iba a
pasar por delante de la puerta...
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