Este folletín por entregas irregulares comienza en
Por lo que sabe Manu
Majors, esta rama de la familia Arriluze llegó a la costa, Neguri,
desde el interior, Arrigorriaga, en los años 40 del siglo XX. El
padre de Iñigo era apenas un adolescente barbilampiño al acabar la
guerra en 1939, de una buena familia de ésas con escudo heráldico
de piedra en la casa familiar, una pequeña fortaleza junto a la
carretera, ahora calle principal, del pueblo. Dejando a un lado los
estudios de Derecho, a los que la tradición familiar le conducía,
supo colocarse en el mundo de la compraventa de chatarra en aquellos
de autarquía y se fue metiendo en la industrialización de Vizcaya,
haciéndose una agenda de contactos entre funcionarios del régimen
que le permitió ascender socialmente, lo que ratificó con una
casa-villa en el barrio aristocrático. Para cuando las fronteras
económicas saltaron ya se había colocado en la energía y en las
fianzas, siempre llevado por una inteligencia que le permitía
adelantarse a otros en el mundo de los negocios y en los felices
sesenta también estaba en el mundo inmobiliario, así que la familia
Arriluze hizo su transición del régimen dictatorial al régimen
admisible en Europa montada en la ola y actualmente es Iñigo quien,
fallecidos sus padres en torno al cambio de siglo, gestiona la buena
posición alcanzada en la red del capitalismo español.
La madre de Iñigo
era la hija de un educado francés que se refugió en Bilbao al caer
la Francia de Petain en manos de los vencedores de la II Guerra
Mundial, al parecer no era bueno para su salud permanecer en
territorio francés. La familia Saint Lon les Mines se hizo tan
bilbaina que la madre de Iñigo, que llegó siendo una niña, nunca
tuvo acento francés alguno. El matrimonio solo tuvo un hijo, Iñigo,
al que se formó en Ingeniería Industrial pero al que su padre lo
tuvo completando estudios de contenido financiero y haciendo
prácticas por Zurich, Londres y Luxemburgo, donde también había
ido estableciendo una extensa red de contactos, así que Harry
Arriluze ha seguido la estela de su padre y ha podido ir mejorando
sus posiciones pero siempre con discreción, nunca aceptando puestos
de relumbrón en directivas de Clubs y de Sociedades a las que tan
aficionados son otros financieros bilbainos, incluso de menos fuste
que él.
La delicada salud de
la madre no le impidió dedicarse a la adquisición de obras de arte,
sobre todo buenos cuadros de reducido formato, conformando un pequeño
museo por las casas de Neguri y Arrigorriaga, la colección perdió
la presencia de sus piezas más valiosas cuando el padre, siempre
previsor, tuvo la intuición de que la muerte de Franco iba a traer
tiempos de zozobra al país, intuición posiblemente la sola fallida
en su vida económica, porque esa intuición le había llevado a ser
de los primeros en invertir en Baqueira Beret o en Marbella, por
ejemplo, para combinar el ocio y el negocio.
La primera esposa de
Iñigo fue Begoña Ibarra Bergareche, también de una buena familia
de Neguri, tuvieron dos hijos Iñigo y Begoña que actualmente deben
andar entre los cuarenta y los cincuenta años de edad. Poco después
de la muerte de los padres de Harry, a Begoña se le descubrió un
cáncer que, a pesar de ser tratado en los mejores centros médicos
de Bilbao, Pamplona, Madrid y Houston, acabó con su vida.
La esposa actual es
Begoña Bergareche Ibarra, sin ninguna relación de parentesco con la
anterior, pero también de Bilbao de toda la vida. Aunque Iñigo
anduvo unos años un poco perdido, entonces es cuando cogió el
hábito de aislarse durante unas semanas al año, hacia el mes de
junio, en una chabola de Mallorca sita en un terreno rústico que
había recibido en una dación en pago de un crédito incobrable
para una de sus sociedades, se tropezó en un ascensor con aquella
chica, tendría los años de su hija o incluso menos, que empezaba
aquel día a trabajar en un despacho de abogados sito encima de sus
propias oficinas, y pronto se descubrió intentando coincidir con
ella a la entrada o salida del trabajo o subiendo a la firma de
abogados para hacer personalmente gestiones que nunca hacía. Fue
fácil empezar a intimar con ella, aunque vestía con la discreta
elegancia de muchas abogadas bilbainas y era más bien pequeña,
tenía una agilidad mental y un sentido del humor que cambiaron la
vida del viudo. Enseguida además le dejó las cosas claras, ella no
iba a ser su amante o nada parecido, así que matrimonio en
perspectiva o cada uno por su lado. La boda fue en la intimidad de
una Iglesia de Algorta, la Parroquia de San Ignacio de Loyola en vez
de en la Basílica de Begoña, y al banquete en los Tamarises solo
asistieron poco más de 200 invitados, incluso sus dos hijos, que
aceptaron resignados la boda previo soborno generoso de su padre y
firma de protocolo familiar en el que se expresaba con claridad el
devenir de la fortuna familiar. Y después del matrimonio, al
contrario de lo que sucede muchas veces, Iñigo descubrió que su
nueva esposa gozaba verdaderamente con el sexo, la nueva señora
Arriluze era apasionada de día y de noche, abierta a todo tipo de
experiencias que ella misma buscaba en Internet, no hacía remilgos a
ninguna práctica propuesta e incluso las perfeccionaba con su
práctica diaria, incluso cuando se quedó embarazada e
inmediatamente de poder volver a ello, después de la maternidad, la
pareja siguió teniendo sexo prácticamente a diario. Solo durante la
semana que Iñigo pasaba a solas en la chabola de Mallorca se puede
decir que cesaban las lides amatorias entre ambos, pero en cuanto
ella llegaba a la isla, habiendo dejado al niño con los abuelos,
empezaban los “días hippyes”. La chabola era un galpón para
aperos en el que había una cocina y una habitación para el resto de
actividades como todas dependencias, el retrete y la ducha estaban en
un cobertizo para animales anexo al mínimo edificio, disimulado detrás de unas palmeras chatas, que se
encontraba en medio de campos poco trabajados y al que se accedía
por una pequeña pista de doscientos metros que nacía de otra pista
un poco más ancha y que por un tejido de pistas cada vez más
amplias acababa en una carretera que conducía desde las proximidades
de Campos a la playa de Ses Covetes. Así que ambos dos estaban
muchas horas desnudos o con algún pareo, había siempre varios por
el suelo o los muebles para cuando venía el cartero o algún
recadista con bebidas y alimentación, y copulaban como dicen los
científicos que hacen los bonobobos en la selva y solo abandonaban
aquel jardín del Edén para ir a la playa o salir en el velero que
Iñigo alquilaba en Colonia Sant Jordi para recibir alguna vista de
amigos de Bilbao, aunque Begoña prefería que alquilase uno pequeño,
sin tripulación, para perderse los dos solos y libres por alguna
cala aislada de las islas.
El día en que la
muerte de Iñigo acabó con el paraíso, Begoña había cogido el
vuelo en Bilbao a la misma hora en que su marido salió a hacer un
poco de “running” - Iñigo corría tres veces a la semana con
el fresco del amanecer estuviera donde estuviera -, oyendo música
clásica en los auriculares. Iñigo no vio ni oyó venir el todo terreno que
le embistió por detrás y le lanzó, ya muerto posiblemente, mucho
más allá del muro de piedras apiladas que bordeaba la pista.
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