Este folletín por entregas irregulares comienza en
Cuando
Begoña Bergareche Ibarra coincidió con Iñigo de Arriluze y Saint
Lon les Mines en el ascensor por primera vez pensó que era un viejo
elegante. Como llovía, ambos habían entregado sus paraguas al
conserje del edificio y se sacudían las gotas que inevitablemente
les caían de las mangas sonriéndose mutuamente, Iñigo dijo una
simpleza sobre la fina lluvia que la brisa pulverizaba en aquella
mañana bilbaina y que tan necesaria era para el equilibrio mental de
la población de la villa, presa por unas semanas de una de esas
sequías cada vez más largas del otoño vasco. Begoña le respondió
con otra tont
ería tan tópica como cualquiera de las que se dicen en esas situaciones.
ería tan tópica como cualquiera de las que se dicen en esas situaciones.
El
viejo elegante empezó a asomarse por el despacho de abogados en que
Begoña trabajaba y a entablar conversaciones intrascendentes sobre
acontecimientos culturales locales, dejando caer que le había visto
en alguno de los conciertos de la Filarmónica, como de hecho también
ella empezó a verle en tales conciertos según la temporada iba
avanzando. Poco a poco, aquellas conversaciones y encuentros tan
intrascendentes, fueron transformando la imagen de Iñigo, en los
ojos de Begoña, en la de un maduro bien conservado e, incluso, en la
de un hombre mayor pero interesante y Begoña pasó de compararlo con
su padre a compararlo con su novio, mejor dicho con su exnovio,
porque, aunque había sido su novio durante diez años, diez largos
años vistos desde aquella actualidad de Begoña, había roto con
Valentín justo antes del verano para disgusto de ambas familias, la
de Begoña que veía muy bien el inevitable matrimonio de su hija con
el primogénito de una familia industrial tan arraigada en el
Señorío, los Carvajal, cuya actividad industrial proveía de armas
y explosivos a ejércitos de todo el mundo.
De
hecho Valentín de Carvajal y Gil-Merodio había sido el único novio
conocido de Begoña y, este detalle no lo conocía la familia, quien
le había desvirgado en una nochevieja de mucho alcohol durante una
elegante fiesta en el chalet familiar de las Arenas, porque Begoña
había llegado virgen a 2º de carrera, cosa bastante infrecuente
para una joven nacida entre los ochenta y los noventa años del siglo
pasado. Aquella penetración un poco sorprendente para los dos
posiblemente, estaban buscando el abrigo de Begoña que había dejado
con los de otros invitados sobre una de las camas de una de las
innumerables habitaciones de la casa, cuando cayeron sobre el montón
de prendas mientras se besaban con lujuria juvenil y muchas babas,
así que siguieron metiéndose las manos en las mismas zonas íntimas
en las que habitualmente lo hacían en coches y rincones oscuros,
hasta que Valentín le quitó las bragas rojas y se las colocó él
mismo a modo de sombrerito de fiesta
y
mientras Begoña le miraba con más curiosidad que otra cosa desde su
nube de champagne, una tetilla al aire y las piernas con los zapatos
de tacón dirigidas en diagonal hacia una cenefa de flores de lis en
el estuco que decoraba las paredes, Valentín acertó a bajarse
pantalones y calzoncillos y abalanzándose sobre ella a introducir su
erección hasta el límite de su palmo y medio de longitud, luego
emprendió un vaivén, “se masturbó en mi interior” pensó
Begoña unos días más tarde, hasta que eyaculó. Y aunque aquella
decepcionante experiencia, con limpieza insuficiente posterior y
regreso sola en taxi a casa, quizá hubiera merecido ser la última
entre ambos, fue el inicio de su noviazgo de verdad, sin embargo.
Cuando, después de unos días de zozobra, tuvo seguridad de que no
estaba embarazada y los dos pudieron llegar a la primavera
tranquilos, se hicieron la pareja indisoluble que no se separaban ni
en la universidad ni en los fines de semana y, después de unos meses
de preservativos, Begoña pasó a la píldora anticonceptiva, ya que
la rutina del coito después de estudiar juntos en una de las dos
casas o en las excursiones de fin de semana y vacaciones, se impuso y
las familias tácitamente aceptaron aquellas relaciones
prematrimoniales como inevitables, porque eran claramente
prematrimoniales, sobre todo cuando Valentínsee incorporó al
negocio familiar y Begoña empezó de pasante en Figueruelas y
Asociados. Pero Valentín bebía mucho, incluso para ser de Bilbao
bebía mucho, y tuvo algún disgusto por dar positivo en controles de
alcoholemia y Begoña cada vez veía más claro que su novio y futuro
marido - se iba acercando a la edad límite de la treintena que su
madre enfocaba repetidamente como meta a alcanzar casada, como todas
sus amigas ya habían hecho -, era un alcohólico y cuando al regreso
de un viaje de negocios a Arabia Saudita, “allá no voy a beber
nada” le dijo al despedirse, se le cayó una papelina de cocaína
del bolsillo, al sacar la joyita que de regalo de había comprado en
el “duty free” del aeropuerto de Barajas, Begoña se plantó, la
verdad es que lo llevaba rumiando demasiado tiempo y le mandó
literalmente “a tomar por culo con tus amigos del Landachueta”.
Así
que llevaba más de un año, cumplidos los treinta sin trauma alguno,
descansando de píldoras anticonceptivas y de novios babosos,
saliendo con sus amigas que ya estaban en edad de irse separando o
divorciando, sublimando las ganas de sexo con relajantes sesiones de
juegos digitales que le resultaban más satisfactorios que los
fornicios atléticos con Valentín, haciendo vida sana por los
mejores gimnasios de Bilbao y siendo bastante feliz pero sin
apercibirse de ello.
Cuando
Iñigo de Arriluze le invitó, en el ascensor, a un concierto de rock
en el BEC que se iba a celebrar un par de meses más tarde y nadie en
Bilbao lo sabía aún no le sorprendió, quizá lo del concierto de
aquella estrella internacional sí, pero la invitación a algo, lo
que fuera, no. Y después de aceptar aquella invitación a meses
vista, también aceptó una primera invitación a una cena informal
en una taberna de las “Siete calles” y a una cena más formal
después del concierto de la Filarmónica e Iñigo empezó a llamarle
con frecuencia semanal pero sin quedar para salir muchas veces, sino
para charlar un rato antes de dormir, así que a las tres semanas de
aquella primera invitación comenzó a tomar la píldora de nuevo.
La
vuelta a la anticoncepción coincidió inmediatamente con una mayor
presencia de Iñigo en su vida, comían el menú del día del figón
más próximo al despacho juntos, Iñigo cambió su abono para estar
sentado a su lado en los conciertos, a veces le llevaba en coche
hasta su portal después de recogerla a la salida del gimnasio y,
cuando los besos en las mejillas se convirtieron en besos en los
labios, Begoña devoró aquellos labios hasta que él tomó un
respiro para proponerle un largo fin de semana juntos en Biarritz.
Así
que después de cambiar las citas profesionales del viernes, un
jueves a las 6 de la tarde salieron en el coche del financiero desde
Bilbao, la capital real de Euskal Herria, hacia Biarritz, el
verdadero balneario imperial de Euskal Herria.
El
Hôtel de Silhouette no tiene vistas, en realidad hay que subir a la
terraza para otear el mar y las montañas en el horizonte, pero no
necesita las vistas, bien situado junto al mercado y las calles
comerciales, es un pequeño hotel de lujo y confort. Dejaron las
maletas en la habitación al llegar, la hora de cenar en Francia,
Begoña apenas pudo ver que la habitación daba a un jardín
arbolado, Iñigo le trataba como con miedo de molestarla o
atosigarla, cenaron en un bistró de la misma calle, una mesa alta
situada sobre un suelo trasparente que dejaba ver una bodega, la cena
estaba deliciosa pero ninguno de los dos tenía mucho apetito de
comida. Iñigo le hablaba de viajes de niño a Biarritz con su madre
y su cuadrilla de amigas pijas para dejarse las pesetas de la sisa a
los maridos en boutiques, grandes almacenes y pastelerías barrocas,
y sus ojos eran de un niño asombrado, un niño que estaba admirando
el pastel que se iba a devorar.
No
sonaban las 10 en la iglesia de la Plaza y Begoña se estaba
desnudando en el reducido baño de la habitación, su cuerpo era
hermoso, horas de ejercicio y vida sana, su pecho se sostenía en su
volumen de refrán -”la buena teta en la mano quepa” se dijo -,
después de dudar se dejó las bragas y asomó la cabeza, Iñigo
estaba descalzo pero con la camisa abierta, un poco de tripa de
cincuentón, con la luz encendida,
- Apaga
la luz, desnúdate y métete en la cama – le pidió sin abrir la
puerta del todo mientras se quitaba definitivamente las bragas con la
mano oculta -.
- Te
quiero ver – dijo él y se desnudó inmediatamente, dejando con
cuidado su ropa en la silla de debajo la televisión -.
Luego
él se volvió desnudo y ella pudo observar su miembro medianamente
erguido ya, grueso, el doble de diámetro que el de Valentín, su
medida de comparación, él abrió la cama y se tumbó sin cubrirse
mirando hacia ella que salió a la luz con los brazos abiertos hacia
él como una Inmaculada de Murillo tiene la actitud de ofrecerse al
espectador – Iñigo no pudo evitar hacerse mentalmente esta
comparación - . La reacción masculina fue inmediata y completa,
como la barrera de un aparcamiento, la verga se alzó del todo
automáticamente a aquella señal de la mujer.
Él
apagó la luz cuando ella se acostaba. No hubo muchas palabras, se
acariciaron y se besaron, Iñigo con una lentitud casi exasperante,
Begoña con voracidad, como si el tiempo le fuera a faltar.
- ¿Hace
falta que me ponga condón? - Preguntó después de percibir en sus
dedos que la situación estaba ya como la colada de acero al rojo
blanco -.
- Si no
me vas a contagiar nada, no. Desde que te vi la primera vez – ella
mintió inconscientemente -, estoy tomando píldoras anticonceptivas.
Y él
la penetró con la misma lentitud y cariño y enseguida encontraron
un ritmo conveniente para ambos hasta que Begoña tuvo el primer
orgasmo de su vida en pareja y supo que quería más, muchos más,
con aquella persona, con aquella persona que roncaba ya a su lado
¿Cómo lo había hecho? Panza arriba, Iñigo no se despertó ni
cuando Begoña encendió la luz para observarle, la erección seguí
allí sobrepasando aquel comienzo de tripa cervecera, así que se
sentó a horcajadas encima de él, se colocó el miembro en la
entrada del receptáculo vaginal y empezó a marcar un ritmo, su
ritmo, que acompañaban las olas de la resaca que le parecía oír a
lo lejos.
Fueron
tres días y tres noches que a los dos les parecieron un sueño y
toda la vida a la vez. La vuelta hacia Bilbao por la autopista les
puso un humor triste al principio, pero para la altura de la
frontera, Iñigo ya le había preguntado si cuándo se casaran ella
iba a seguir tomando la píldora, ella le dijo que no había planeado
ni casarse ni tener hijos. A la altura de Deba sonó el teléfono,
era la hija de él, otra Begoña, que le saludó, dejando en
evidencia que su padre le había confiado sus planes y que les
invitaba a cenar si no estaban demasiado cansados. Pasando Eibar,
Iñigo le confesó que sus hijos estaban encantados con que su padre
tuviera novia, que la novia fuera más joven que ellos, que esperaban
que se casara y que tuviera algún hijo más...
… El
tiempo, sin embargo, había pasado y Begoña Bergareche Ibarra
recordaba todo esto dos meses después de que un asesino hubiera
acabado para siempre con aquel madurito interesante que le echó los
tejos en el ascensor del despacho, lo recordaba en bucle, una y otra
vez, mientras se paseaba sola por aquel enorme piso, museo de sus
recuerdos compartidos, solo el niño, ahora con los abuelos maternos
en la playa de Plentzia, le mantenía viva.
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