martes, 27 de diciembre de 2022

TXETXU, ELCANO, LA PALANCA

El curso 1968 – 1969, nos fuimos a vivir a la calle Elcano en Bilbao, de patrona, alquilamos una habitación en un segundo piso de una vieja casa con escalera de madera y sin ascensor. Nuestra habitación daba a la calle, la ventana casi hacía esquina en el cruce de calles con Licenciado Poza. Era un buen piso, mi amigo era un buen tipo, cascarrabias, sobre todo cuando tenía mal cuerpo por la resaca – bebíamos bastante en aquella época -, muy inteligente y que luego ha tenido una vida profesional notable en la que ha demostrado sus cualidades al vencer los obstáculos que inevitablemente se presentan en la vida empresarial. Pero con veinte años se vive al día y la planificación estratégica se reduce al plan táctico para lograr el objetivo inmediato, el único objetivo que con veinte años llena las veinticuatro horas del día: sexo.



En una vivienda situada al otro lado de Licenciado Poza, quizá en el número 18 de la calle Elcano, nuestro piso debía estar en el número 15, vivía una chica – también vivía Coco un compañero de universidad pero eso es un detalle secundario -, una chica que se llamaba Itziar, creo recordar, conocida por nosotros como  “la venezolana”, no sé por qué, quizá porque las chicas venezolanas ganaban los concursos mundiales de belleza frecuentemente. Pasábamos demasiado tiempo en la ventana, los días de viento sur especialmente, mirando hacia la ventana de aquella chica con la esperanza de vislumbrar la silueta de una teta, ya que se cambiaba frecuentemente de ropa delante de  un armario ropero, cuyo espejo nos devolvía su lejana imagen reflejada. Supongo que era imposible de ver algo mínimamente erótico con aquella distancia y que era más probable que nos precipitáramos a la acera impulsados por el celo animal que nos impulsaba.


Para el permanente celo de la juventud estaba la Palanca, el barrio de las Cortes, donde, por el precio de un cubalibre en la cafetería de la esquina de la calle Elcano, en apenas dos minutos y medio -tiempo cronometrado entre la entrada al portal donde se encontraba la pensión en la que descargar la lujuria y la salida del portal -, uno, yo no, yo nunca, podía echar el ansia fuera del cuerpo. También estaba la Palanquilla, que nos caía más cerca. Por aquella época ninguno de los dos teníamos novia ni nada parecido, quizá lo más análogo, pero tenía ladillas, a una novia era una estudiante eterna que nos acompañaba a veces en nuestros paseos alcohólicos por las noches bilbainas, luego la habitación olía a DDT durante semanas.


Y los domingos a la noche oíamos en Radio Bilbao que, después del partido del Athlétic al que como donostiarras no seguíamos, el locutor rezaba, imploraba, lloraba, reñía... a Txetxu, una especie de divinidad del balón tonto, que rara vez daba satisfacciones a los forofogoitias de San Mamés – estaba “desaparecido” en los partidos a menudo, siempre he pensado que los futbolistas estrella “desaparecen” porque así negocian un aumento de sueldo con los del palco -. El tal Txetxu, los bilbaínos gustan de los diminutivos infantiles ridículos para identificar a señores de pelo en pecho, el tal Txetxu se apellidaba Rojo, Txetxu Rojo y era un chico de nuestra edad, o un poco más, que, en vez de empollar códigos civiles, penales, mercantiles y demás, se dedicaba a darle pataditas al balón con el pie izquierdo en la banda izquierda del terreno, lo que le permitía ser el típico chulo de Bilbao, tener un coche descapotable rojo, un Seat 850 Spider posiblemente, y, lo que nunca le perdonamos, detener aquel coche de mierda delante del portal de Itziar la venezolana, hacer sonar el kláxon, y que la moza, vestida para la ocasión, saliera corriendo y se montase con él.


Descanse en paz y sin ladillas Txetxu Rojo, de cuya muerte me he enterado hace poco.

 


 

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