Es bien sabido que aborígenes americanos ofrecían vidas humanas a sus dioses en ceremonias religiosas y luego aprovechaban las proteinas así obtenidas como alimentación ya que las deidades no las tomaban –por cierto, una tribu, creo que de pawnees, invitó a merendar a un Massé, olvidando avisarle que formaba parte esencial del menú, allá por el siglo XVIII-.
Las religiones nos dicen que el correspondiente dios de guardia -o dioses en su caso-, que picotea de aperitivo todas las vidas, cuando le apetece darse un atracón, a ser posible de tostados, envía un terremoto, un maremoto o cualquier otra calamidad, como ahora en Haití, y se ofrece a sí mismo esos sacrificios humanos que tanto repugnan a casi todas esas religiones cuando es un hombre quien lo hace, siempre que sea sin un motivo que le complazca al intérprete de turno de la voluntad divina..
Como las hormigas pisoteadas por el niño en su fila al hormiguero, ahora sólo nos queda ayudarnos mutuamente como supervivientes a esa incomprensible hecatombe –hecatombe es sacrificio de sólo cien bueyes al mismo o mismo dioses que ahora multiplica la muerte de sus criaturas conscientes-, hasta que nos llegue nuestro final definitivo, posiblemente como especie, ya que todas las vidas somos colectivamente una sola vida.
Y en este pequeño país quien se erige en representante católico de esa voluntad creadora y destructora que, según cuenta, se encarnó en zombi judío hace un par de milenos, va y nos banaliza la desaparición violenta de esas vidas humanas a mano alzada de su dios comparándolas con las maldades espirituales de la sociedad que le acoge y de paso machaca la ética cristiana, legado permanente de las palabras que nos dejó Jesús de Nazaret en su breve paso por aquellas tierras siempre ensangrentadas en honor de su padre Yahvé o de su primo Alá, o como quieran llamarle.
Mientras, esperemos tranquilamente la siguiente e inevitable catástrofe sin saber cuándo quien la decida –si algo o alguien la decide-, sea divino o humano la provocará.
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