Este folletín por entregas irregulares comienza en
José Martínez de
Gurruchaga amaneció el viernes muy bien y se afeitó lleno de buenas
sensaciones, tenía la cara de siempre, del mal color que se le había
quedado desde niño, las ojeras de siempre pero estaba mejor que días
pasados y se sentía enamorado de su mujer porque sentía que su
mujer también le quería. La verdad es que sentado en el retrete del
despacho pensó en principio que se estaba desangrando con una
hemorragia de sangre y excrementos pero, repasando mentalmente la
entrevista con el guardia civil, no encontró fallos a su exposición
de los hechos que se le habían preguntado, todo había ido conforme
a lo que había previsto.
Cuando llegó a su
casa, su mujer le había preparado la cena, una ensaladilla rusa con
mucho bonito como a él le gustaba, además le dio un sobre que le
había llevado su primo Peio con una nota en papel comercial de su
empresa de planificación de eventos: “Estimado señor: El paquete
alemán ha sido devuelto a su origen, siguiendo sus instrucciones. El
proveedor nos garantiza personalmente que nunca deja un cliente
insatisfecho. Un saludo cordial”. Este mensaje le había dejado
relajado, la tensión nerviosa acumulada desapareció de repente, su
mujer le volvió a parecer tan joven y guapa como cuando se habían
casado hacía más de veinte años, cuando ella apenas tenía
dieciocho y él treinta, la verdad es que ella aparentaba incluso
quince entonces y él más pero el amor es así. Tuvieron un hijo
enseguida, el cachorro le llamaba todo el mundo, al que habían
puesto de nombre León. Ahora el único cachorro de la familia vivía
en Estocolmo, donde fue de Erasmus mientras estudiaba para Ingeniero
de Caminos, y tenía una novia danesa con la que anunciaba una pronta
boda para tener hijos. Y su mujer, a la que le había dado todos los
caprichos desde un principio y más desde que nació el niño, tenía
la galería de arte que le había pagado después de haberle pagado
durante años su formación de pintora con cuantos maestros ella
había querido, así intimó con Fernández de Lerchundi que se
supone que le dio clases de dibujo, entre otras cosas, aunque ella le
había jurado la noche anterior que sus celos carecían de causa.
Pensó en tomarse
otra viagra pero optó por el medio orfidal habitual desde hacía un
tiempo, las fuerzas le podían fallar, Maider se acurrucó enseguida
a su lado y le estuvo acariciando suavemente, masturbándole con una
delicadeza desconocida hasta que se durmió mientras ella le quitaba
el pantalón del pijama y limpiaba las salpicaduras con unas
toallitas de papel.
El mero acto de
afeitarse perfectamente le hizo borrar de su mente las tormentas
recientes, se sintió verdaderamente fuerte de espíritu, un
vencedor, un solucionador de problemas. El fantasma de Arriluze podía
regresar a su tumba, él se había buscado su fin cuando entró en su
despacho y le provocó con aquella serie de acusaciones, con aquel
relato de hechos que no solo le podía condenar a la prisión – en
su haber tenía cosas parecidas o peores -, sino que le podía
condenar al ridículo delante de sus clientes, de sus conocidos, de
todo Bilbao… y José Martínez de Gurruchaga no lo podía permitir,
no se había hecho como él había planificado, que el buceador le
hubiera cogido de los tobillos cuando nadaba en la playa de Es Trenc
y le hubiera ahogado, así nadie hubiera dudado del accidente pero el
alemán que había contratado Peio era un hombre de acción y había
improvisado un atropello, de todas maneras las pistas eran tan
embrolladas en Mallorca que era imposible que le relacionasen
materialmente con el asunto, quizá el Guardia Civil sospechase pero,
como abogado, sabía que las sospechas no son suficientes para un
juicio. Y empezó a ocuparse de otras cosas, fue al despacho a
hacerlo funcionar, era su gerente, un buen gerente, se reunió con
los socios senior en un comité de dirección, las cifras eran
estupendas, en las vacaciones siguientes podría alquilar un velero
más grande pero, por ahora, se iba a comprar el putter más caro
que encontrase y le iba a llevar a Maider a Estocolmo a pasar unos
días con el cachorro.
Los viernes hacía
jornada continua, comió con Tarabussi un menú del día en el Iruña
y se fue directamente a la pescadería de la calle Juan de
Ajuriaguerra donde la secretaria ya había encargado el bacalao. El
pescatero le había preparado una bolsa con algo más de un kilo del
mejor bacalao desalado y desmigado y en otra bolsa unas cebolletas,
pimientos verdes, pimientos morrones, dientes de ajo y una lata de
tomate, todo de la mejor calidad.
Cuando llegó al
puerto deportivo se dirigió directamente a la cocina del catamarán
y dejó la compra en el frigorífico, eran aún las 6 de la tarde,
comprobó que había cayena en la alacena y que todo estaba en orden,
abrió una botella de crianza de Finca Valdeguinea, se sirvió un
buen vaso y fue poniendo la mesa para cuatro mientras degustaba el
rioja, fueron llegando otros socios a cocinar pero respetaron el
fuego que se había reservado. De vez en cuando algún barco grande
salía o entraba por la bocana del puerto y las ondas que producía
hacían balancearse ligeramente el comedor, añadiendo más ambiente
marino si cabe al conjunto. Como la cena era a las ocho, empezó a
prepararla a las siete, limpió los pimientos y los cortó en dados,
discutió con un pelma que se empeñó en darle unas patatas para
añadir a los ingredientes, peló seis dientes de ajo y los cortó en
láminas, picó mucho tres cebolletas, luego puso a calentar una
cazuela de barro grande con un fondo de aceite a ojo y puso a dorar
el ajo, luego añadió la cebolleta y los pimientos y los dejó
rehogarse a fuego suave casi veinte minutos, añadió la guindilla y
el bacalao, mezclando bien todo con un cuchara de madera, subió el
fuego durante un par de minutos, entonces llegaron los otros tres
comensales Kepa Gómez de Segura, Diego Ruiz de Azúa y Roberto
Fernández de Lerchundi que se empeñó en echar un chorrito de
armañac a la cocción pero fracasó en el intento, José añadió la
salsa de tomate, bajó el fuego y enseguida dio por concluida la
preparación, había preparado bacalao como para seis personas pero
la cazuela quedó tan limpia y brillante como para un anuncio de
detergente milagroso. Melocotones en almíbar al vino, cafés y
copas prologaron la sobremesa hasta que se quedaron solos, como casi
siempre, en la sala.
Él se quedó el
último a hacer la nota y comprobar que todo había quedado en orden,
los otros tres se adelantaron con sed de gin-tónic para esperarle en
un pub de una calle cercana en Las Arenas, la cena había salido
estupenda, habían hablado de todo sobre todo de fútbol y de
mujeres, hubo un par de puyas sangrientas de Kepa hacia Roberto
porque la que fue novia oficial de éste durante una media docena de
años -al menos, con la que se le veía en todo tipo de
acontecimientos sociales -, una directiva de una entidad financiera
había salido del armario y se había puesto a vivir con una de sus
alumnas en un Master, como era el chisme de la “city” vasca.
Roberto intentó besarle en los morros a Kepa y todos se rieron un
rato. La verdad es que para la gente que no estaba en el círculo más
cercano de Roberto Roberto era un “rarito”, un tipo que podía
ser un homosexual frustrado, amigo de todas las mujeres y de todos
los maridos, aparte de la ahora lesbiana en la vox populi, no se le
conocía pareja femenina.
Cerró la puerta y
se dirigió por el pantalán hacia el muelle, las luces de Las Arenas
iluminaban tímidamente una noche oscura. El aire yodado y con un
toque de gasoil le despejó un poco, pensó que tendría que lavarse
bien los dientes y la boca antes de acostarse junto a Maider porque
el aliento de dragón que tenía no era el más propicio para hacerle
el amor al llegar como ya estaba deseando, la historia de Roberto y
su exnovia le había animado mucho, una viagra le vendría muy bien
ahora. Y ya no pensó más, dos manos de acero le agarraron por los
tobillos y le arrastraron violentamente al agua negra y fría de la
ría entre dos yates amarrados al pantalán, perdió el conocimiento
antes de darse cuenta que alguien le estaba ahogando, tres minutos
más tarde José Martínez de Gurruchaga estaba muerto.
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