sábado, 21 de marzo de 2020

AJOARRIERO, UNA RECETA


Este folletín por entregas irregulares comienza en



José Martínez de Gurruchaga amaneció el viernes muy bien y se afeitó lleno de buenas sensaciones, tenía la cara de siempre, del mal color que se le había quedado desde niño, las ojeras de siempre pero estaba mejor que días pasados y se sentía enamorado de su mujer porque sentía que su mujer también le quería. La verdad es que sentado en el retrete del despacho pensó en principio que se estaba desangrando con una hemorragia de sangre y excrementos pero, repasando mentalmente la entrevista con el guardia civil, no encontró fallos a su exposición de los hechos que se le habían preguntado, todo había ido conforme a lo que había previsto.
Cuando llegó a su casa, su mujer le había preparado la cena, una ensaladilla rusa con mucho bonito como a él le gustaba, además le dio un sobre que le había llevado su primo Peio con una nota en papel comercial de su empresa de planificación de eventos: “Estimado señor: El paquete alemán ha sido devuelto a su origen, siguiendo sus instrucciones. El proveedor nos garantiza personalmente que nunca deja un cliente insatisfecho. Un saludo cordial”. Este mensaje le había dejado relajado, la tensión nerviosa acumulada desapareció de repente, su mujer le volvió a parecer tan joven y guapa como cuando se habían casado hacía más de veinte años, cuando ella apenas tenía dieciocho y él treinta, la verdad es que ella aparentaba incluso quince entonces y él más pero el amor es así. Tuvieron un hijo enseguida, el cachorro le llamaba todo el mundo, al que habían puesto de nombre León. Ahora el único cachorro de la familia vivía en Estocolmo, donde fue de Erasmus mientras estudiaba para Ingeniero de Caminos, y tenía una novia danesa con la que anunciaba una pronta boda para tener hijos. Y su mujer, a la que le había dado todos los caprichos desde un principio y más desde que nació el niño, tenía la galería de arte que le había pagado después de haberle pagado durante años su formación de pintora con cuantos maestros ella había querido, así intimó con Fernández de Lerchundi que se supone que le dio clases de dibujo, entre otras cosas, aunque ella le había jurado la noche anterior que sus celos carecían de causa.
Pensó en tomarse otra viagra pero optó por el medio orfidal habitual desde hacía un tiempo, las fuerzas le podían fallar, Maider se acurrucó enseguida a su lado y le estuvo acariciando suavemente, masturbándole con una delicadeza desconocida hasta que se durmió mientras ella le quitaba el pantalón del pijama y limpiaba las salpicaduras con unas toallitas de papel.
El mero acto de afeitarse perfectamente le hizo borrar de su mente las tormentas recientes, se sintió verdaderamente fuerte de espíritu, un vencedor, un solucionador de problemas. El fantasma de Arriluze podía regresar a su tumba, él se había buscado su fin cuando entró en su despacho y le provocó con aquella serie de acusaciones, con aquel relato de hechos que no solo le podía condenar a la prisión – en su haber tenía cosas parecidas o peores -, sino que le podía condenar al ridículo delante de sus clientes, de sus conocidos, de todo Bilbao… y José Martínez de Gurruchaga no lo podía permitir, no se había hecho como él había planificado, que el buceador le hubiera cogido de los tobillos cuando nadaba en la playa de Es Trenc y le hubiera ahogado, así nadie hubiera dudado del accidente pero el alemán que había contratado Peio era un hombre de acción y había improvisado un atropello, de todas maneras las pistas eran tan embrolladas en Mallorca que era imposible que le relacionasen materialmente con el asunto, quizá el Guardia Civil sospechase pero, como abogado, sabía que las sospechas no son suficientes para un juicio. Y empezó a ocuparse de otras cosas, fue al despacho a hacerlo funcionar, era su gerente, un buen gerente, se reunió con los socios senior en un comité de dirección, las cifras eran estupendas, en las vacaciones siguientes podría alquilar un velero más grande pero, por ahora, se iba a comprar el putter más caro que encontrase y le iba a llevar a Maider a Estocolmo a pasar unos días con el cachorro.

Los viernes hacía jornada continua, comió con Tarabussi un menú del día en el Iruña y se fue directamente a la pescadería de la calle Juan de Ajuriaguerra donde la secretaria ya había encargado el bacalao. El pescatero le había preparado una bolsa con algo más de un kilo del mejor bacalao desalado y desmigado y en otra bolsa unas cebolletas, pimientos verdes, pimientos morrones, dientes de ajo y una lata de tomate, todo de la mejor calidad.
Cuando llegó al puerto deportivo se dirigió directamente a la cocina del catamarán y dejó la compra en el frigorífico, eran aún las 6 de la tarde, comprobó que había cayena en la alacena y que todo estaba en orden, abrió una botella de crianza de Finca Valdeguinea, se sirvió un buen vaso y fue poniendo la mesa para cuatro mientras degustaba el rioja, fueron llegando otros socios a cocinar pero respetaron el fuego que se había reservado. De vez en cuando algún barco grande salía o entraba por la bocana del puerto y las ondas que producía hacían balancearse ligeramente el comedor, añadiendo más ambiente marino si cabe al conjunto. Como la cena era a las ocho, empezó a prepararla a las siete, limpió los pimientos y los cortó en dados, discutió con un pelma que se empeñó en darle unas patatas para añadir a los ingredientes, peló seis dientes de ajo y los cortó en láminas, picó mucho tres cebolletas, luego puso a calentar una cazuela de barro grande con un fondo de aceite a ojo y puso a dorar el ajo, luego añadió la cebolleta y los pimientos y los dejó rehogarse a fuego suave casi veinte minutos, añadió la guindilla y el bacalao, mezclando bien todo con un cuchara de madera, subió el fuego durante un par de minutos, entonces llegaron los otros tres comensales Kepa Gómez de Segura, Diego Ruiz de Azúa y Roberto Fernández de Lerchundi que se empeñó en echar un chorrito de armañac a la cocción pero fracasó en el intento, José añadió la salsa de tomate, bajó el fuego y enseguida dio por concluida la preparación, había preparado bacalao como para seis personas pero la cazuela quedó tan limpia y brillante como para un anuncio de detergente milagroso. Melocotones en almíbar al vino, cafés y copas prologaron la sobremesa hasta que se quedaron solos, como casi siempre, en la sala.
Él se quedó el último a hacer la nota y comprobar que todo había quedado en orden, los otros tres se adelantaron con sed de gin-tónic para esperarle en un pub de una calle cercana en Las Arenas, la cena había salido estupenda, habían hablado de todo sobre todo de fútbol y de mujeres, hubo un par de puyas sangrientas de Kepa hacia Roberto porque la que fue novia oficial de éste durante una media docena de años -al menos, con la que se le veía en todo tipo de acontecimientos sociales -, una directiva de una entidad financiera había salido del armario y se había puesto a vivir con una de sus alumnas en un Master, como era el chisme de la “city” vasca. Roberto intentó besarle en los morros a Kepa y todos se rieron un rato. La verdad es que para la gente que no estaba en el círculo más cercano de Roberto Roberto era un “rarito”, un tipo que podía ser un homosexual frustrado, amigo de todas las mujeres y de todos los maridos, aparte de la ahora lesbiana en la vox populi, no se le conocía pareja femenina.
Cerró la puerta y se dirigió por el pantalán hacia el muelle, las luces de Las Arenas iluminaban tímidamente una noche oscura. El aire yodado y con un toque de gasoil le despejó un poco, pensó que tendría que lavarse bien los dientes y la boca antes de acostarse junto a Maider porque el aliento de dragón que tenía no era el más propicio para hacerle el amor al llegar como ya estaba deseando, la historia de Roberto y su exnovia le había animado mucho, una viagra le vendría muy bien ahora. Y ya no pensó más, dos manos de acero le agarraron por los tobillos y le arrastraron violentamente al agua negra y fría de la ría entre dos yates amarrados al pantalán, perdió el conocimiento antes de darse cuenta que alguien le estaba ahogando, tres minutos más tarde José Martínez de Gurruchaga estaba muerto.
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