jueves, 19 de marzo de 2020

LOS BOCHEROS

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Mientras Majors y Galzagorri iban de misión a Colindres, Ustárroz realizaba la ronda programada de visitas a los socios de la promotora inmobiliaria Ipur Beltz Etxebizitza y a su abogado en Figueruelas y Asociados, había dejado para el día siguiente, un jueves, las restantes de los del círculo de bilbainos relacionados con el difunto. Como por las noticias de Madrid era consciente de que la información sobre los delitos fiscales descubiertos gracias a los archivos desencriptados iba a ser transferida a la Ertzaintza por decisión de la superioridad, se quiso centrar cuanto antes en los que más motivo tenían para desear la eliminación de Arriluze, antes de que las circunstancias le obligaran a interrogarlos como investigados, con todas las formalidades que el interrogatorio en dependencias policiales necesita, tanto para investigados como para testigos. Le gustaba más el modo de operar hablando en domicilios y centros de trabajo, conocer el entorno de las personas implicadas en cada caso y sacar sus deducciones. En su mente la figura del “nervioso” Martínez de Gurruchaga estaba cada vez más en el centro, de los otros no se habían intervenido más que conversaciones banales, aunque en alguna de ellas se habían dado indicios de otras actividades ilegales del mismo tipo que las que les iban a llevar al banquillo en el futuro y que los especialistas de la Unidad Central Operativa habían comprobado sin prisas pero sin pausas con los archivos de Arriluze, luego la prensa hablaría de la “Operación Muelle”.
Había dejado a José Martínez de Gurruchaga para el último del día, así, si estaba nervioso, se iba a poner más, porque los otros, lo sabía por las conversaciones intervenidas, le iban a ir relatando las entrevistas con él.
Las tres oficinas de cada uno de los socios Ortiz de Zárate, Ruiz de Azúa y Gómez de Segura se distribuían por la villa, la primera que visitó estaba en un local comercial por Uribarri, detrás del Ayuntamiento, la segunda en una entreplanta de una nave industrial por encima de Altamira y, por fin, la tercera en un edificio de oficinas, cerca de la Plaza del Sagrado Corazón. Si por fuera eran bien distintas, su interior era muy similar, la misma secretaria recepcionista telefonista muy atareada que parecía haber posado para un clásico calendario de camioneros, la misma puerta abierta por la que se veía la oficina técnica con mesa de dibujo tradicional y el plóter conectado al ordenador que dejaba caer planos enormes al suelo, la sala de reuniones decorada con fotos aéreas de edificios recién terminados, el despacho grande y desordenado pero confortable del jefe… todo absolutamente anodino, como anodinas fueron las conversaciones.
Todos y cada uno confesaron abiertamente que estaban hartos de Arriluze, un socio excelente, lleno de contactos, que siempre les había abierto todas las puertas en todas las administraciones de todos los colores, con una reputación de serio y trabajador como pocos, que lograba la colaboración de los bancos a los que convertía más en socios de cada promoción que en simple cajeros a comisión desproporcionada… y, de repente, el año anterior a su muerte había empezado a “tocarles las narices” o “los huevos” o “los cojones” con temas burocráticos y contables, viendo pegas en trámites comerciales rutinarios, exigiendo que las auditorías, hasta entonces sin problemas, fueran realizadas por un auditor que él proponía y que nadie quería en Bilbao. Y el colmo había llegado con su pretensión de salirse de la sociedad, comprarle su parte era difícil pero no imposible, lo que les fastidiaba era tenerlo fuera, la pérdida de su modo de funcionamiento con unos y otros, podía ser un competidor terrible en un mercado limitado, donde los nombres se repiten en todo tipo de obras públicas y privadas, ya estaban resignados a su salida, cuando se produjo el accidente. Los tres hablaron del accidente, trágico accidente, lamentable accidente, absurdo accidente… ninguno iba a Mallorca habitualmente de vacaciones, tampoco eran de su cuadrilla ni jugaban al mus con él después de alguna cena en un “txoko”, cada vez menos frecuentes por cierto, cada uno matizó, sin embargo Arriluze sufría con el Athlétic y se alegraba con un buen resultado por lo que, a veces, raras veces, les invitaba a cenas en los mejores restaurantes de la Villa para celebraciones…
Gradualmente en cada conversación, Ustarroz fue incrementando el tiempo que dedicaba a preguntar sobre lo que su interlocutor sabía de las relaciones del muerto con el abogado Martínez de  Gurruchaga y lo que sabía de éste fuera de lo estrictamente profesional, sus estancias en Mallorca o en Suiza, además lo hacía al final y dando muestras de interés en el tema.
Así que, cuando a última hora de la tarde se dejó caer por las instalaciones de Figueruelas y asociados, suponía que el abogado estaba ya convencido de que el Guardia Civil venía a por él y no le extrañó que le comunicara que iba a estar acompañado de otro de los abogados del despacho -ninguno de los socios de Ipur Beltz Etxebizitzak lo había pedido y, de hecho solo tomó unas pocas notas con su espantosa letra -. El compañero de Martínez tenía cara de pastor de cabras a pesar de su elegante traje de chaqueta cruzada y de sus gafas americanas de montura dorada, Enrique “Kike” Tarabussi era un penalista asentado en plaza desde hacía años.
Ustárroz insistió en el carácter informal de su visita en aras de comprobar las circunstancias que habían rodeado la desaparición  de Iñigo Arriluze y que era pronto para saber si iba a abrirse una investigación formal más allá de la instrucción seguida en Manacor que ya había dado sus frutos con dos posible autores detenidos y en prisión provisional.
Así que empezó hablando de Mallorca, efectivamente Martínez de Gurruchaga tenía un apartamento en la isla, no una casa como decían los rumores, un piso grande de casi 1.000 m2 en el corazón del casco antiguo de Palma, en el último piso de uno de los palacios suntuosos de la ciudad pero nada de particular, él envidiaba la sencillez de la casa de campo de Arriluze pero su mujer, una artista, amaba la ciudad incluso de vacaciones y en el lado norte del edificio se había habilitado un estudio de pintura, su mujer pintaba bastante y, a veces, acertaba con alguna de sus obras – un cuadro en el que se degradaban en bandas horizontales distintos tonos de naranja y marrones presidía la sala de reuniones en que estaban -, como aquel paisaje mallorquín – y señaló con la barbilla hacia la pintura, las manos inmóviles sobre la mesa -. Solía salir en  velero y alguna vez  acercarse a la playa de Es trenc, Arriluze que era un nadador se acercaba al barco y hablaban en cubierta pero no eran especialmente amigos, vecinos de escalera, vecinos en el trabajo, precisó. Cuando se casó con una de las abogadas del despacho, una mujer preparadísima, se trataron un poco más pero sin llegar a ser amigos, de hecho no era ni cliente del despacho directamente hasta que, por mediación de Begoña, su mujer, confió un par de asuntos intrascendentes a la sociedad de abogados. Pero, como los socios mayoritarios de Ipur Beltz Etxebizitza eran efectivamente socios de toda la vida del despacho, le había tratado profesionalmente en los temas de esta sociedad, temas urbanísticos sobre todo, en los que descubrió que era un gran profesional, un hombre con una gran capacidad de trabajo y facilidad para solucionar problemas que otros juzgaban irresolubles. Habían surgido pequeñas diferencias en los últimos tiempos sobre cuestiones de las que no podía hablar por deontología profesional, problemas normales en una sociedad mercantil, una compañía es como un matrimonio con más componentes y en todo matrimonio, sea o no un “ménage à trois”, hay sus problemillas. No podía comentar nada, el secreto profesional obliga, de viajes profesionales a Luxemburgo, a Suiza o a la Isla de Man pero estaba seguro que nunca había coincidido con Arriluze en algún viaje, alguna vez se habían cruzado en el aeropuerto de Loiu pero todo Bilbao se entrecruza en Loiu, así que no podía decir nada. Jugaba, todas las semanas, al golf con Roberto Fernández de Lerchundi, el arquitecto, éste era más amigo del fallecido que él pero no le había comentado nada de que Arriluze estuviera inquieto o tuviera enemigos, antes, cuando ETA estaba en su apogeo, le veía tomar precauciones pero como todos, los socios del Club Marítimo eran socios de estar en la lista de víctimas de la banda. Iñigo no era precisamente un “picha brava”, el que lo era de verdad, como se sabe, es Fernández de Lerchundi, al decirlo miró fijamente el cuadro pintado por su mujer. Al primo de su mujer, Peio López Iruraiz, claro que lo conocía, desde que se había acabado lo de ETA lo trataba menos, alguna vez les había organizado un evento festivo para el despacho y también se lo cruzaba en los “vernissages” de las exposiciones en la galería de su mujer.   No sabía nada que Peio hubiera ido a Mallorca últimamente, quizá a hacer submarinismo en Cabrera o así pero no había pasado a saludarle.
Cuando Fernando Ustarroz abandonó el despacho a las 9 de la noche, solo quedaban los tres y la recepcionista, José Martínez de Gurruchaga fue al retrete y vació su intestino como se vacía un pantano por un agujero de salida al pie de la presa.

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