viernes, 20 de marzo de 2020

PICHA BRAVA


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Lo de « picha brava » siempre le recordaba a Fernando Uztárroz un nombre de guerrero piel roja, algo así como Nube Roja, Cuchillo Mellado o Lanza Rota…  al haberse referido tanto Majors como Martínez al arquitecto como un “picha brava” esperaba encontrarse, lo había dejado para la mañana siguiente, con un guerrero bilbaino, un chicarrón del norte – Majors había comentado que había sido jugador de rugby en el equipo de Arquitectura de Madrid, un clásico del mejor rugby español -, así que le pareció un alfeñique a primera vista, bastante más joven que los anteriores, quizá acababa de cumplir los cuarenta, Roberto Fernández de Lerchundi era un tipo muy normal de algo más que ciento setenta y cinco centímetros de altura, de peso proporcionado, ojos acerados, abundante cabellera castaña y una sonrisa franca.
La intervención de su teléfono no había dado fruto alguno, conversaciones irrelevantes con alguno de los de la lista de relacionados con el difunto, conversaciones irrelevantes con algún amigo y con más amigas. Las intervenciones de los otros durante el día de la ronda de conversaciones tampoco había dado mucho más, aparte de reflejar el creciente nerviosismo del abogado Martínez de Gurruchaga. Así que Ustárroz pidió a la Dirección Operativa que se procediera a las detenciones del abogado y los dos esbirros simultáneamente y se le contestó que se haría el lunes o martes de la semana siguiente y en coordinación con la Ertzaintza para que la Operación Muelle fuera completa en sus dos aspectos, la muerte en Mallorca y los delitos fiscales en Bizkaia, lo que le pareció bien a Ustárroz, no había motivos para tener prisa.
El arquitecto tenía un despacho por la calle Elcano y tenía ganas de hablar. Efectivamente, hablando con Iñigo Arriluze se había dado cuenta de que los socios de éste habían dado un “pase” enorme en el tema de Luchana, los terrenos que él había valorado para el expediente concursal y que habían sido adquiridos a un precio declarado irrisorio, después de pasar por intermediarios ficticios habían sido adjudicados definitivamente a Ipur Beltz Etxebizitzak en un precio bien superior aunque aceptable en el mercado. Arriluze no se había mostrado sorprendido por la puñalada por la espalda que le habían propinado sus tres socios y había estudiado el dossier de la operación con él y le había pedido discreción. El arquitecto seguía teniendo buenas relaciones con todos los que habían intervenido en el desarrollo de la operación especulativa inmobiliaria, eran unos sinvergüenzas pero es lo que hay en el mundo de los negocios, decía. Semanalmente jugaba al golf con Martínez de Gurruchaga en Punta Galea y una vez al mes por lo menos cenaba con él en un “txoko” flotante ubicado en un pantalán del puerto deportivo del Abra, llamado el “catamarán”, una elegante sociedad gastronómica de nombre oficial “Mare Nostrum”, de la que eran socios alguno de los financieros y constructores con los que se relacionaban y donde gustaban de demostrar sus dotes culinarias, precisamente hoy viernes, tenían prevista una gran “bacalada” para cenar, precisó el arquitecto. Arriluze solía ir también pero lo había dejado después de casarse con Begoña, una buena amiga mía por cierto, suspiró con tristeza Roberto. Y él era la última persona que le había visto vivo de aquel círculo, pues fue el que le llevó al aeropuerto a tomar el avión a Palma, le estuvo comentando que dejaba definitivamente el mundo del tráfico inmobiliario y de las obras públicas, que se iba a salir para siempre… y se salió, desgraciadamente, de forma definitiva.
Cuando el guardia civil se fue, Roberto Fernández de Lerchundi se quedó aliviado, le gustaría haber dicho más cosas, llevaba tiempo pensando que a Iñigo Arriluze le habían asesinado, y que le habían asesinado por su culpa, que habían sido sus socios al ser descubiertos en sus manejes mafiosos, y que él empezaba a tener miedo, que no sabía de quién fiarse pero que para vivir – y vivía muy bien, soltero, en casa de su madre, propietario de pisos y locales en los que invertía sistemáticamente sus retribuciones y… -, necesitaba mantener y cuidar esas relaciones, esas apariencias de relaciones. Además, pensó, era un picha brava, era muy discreto en su vida sentimental pero los que le frecuentaban le iban descubriendo. José Martínez de Gurruchaga había descubierto que se estaba “beneficiando” a su mujer, a Maider, ésta se lo había dicho el día anterior, el abogado se había tomado la pastilla necesaria y prácticamente la había clavado contra el colchón del tálamo conyugal y teniéndola así, ensartada, le había suplicado que no le dejara por él –  lo que ninguno de los dos amantes tenía intención de hacer, lo suyo era una relación placentera y sin porvenir -, ella le había negado lo evidente, había llorado y le había dejado convencido. Toda la transcripción de su vida conyugal, inexistente en el último año anterior, se la había hecho Maider en “el picadero”; porque Roberto tenía un “picadero”, un pequeño estudio en una calle cercana, en las proximidades de la vieja alhóndiga, ahora un centro cultural, que procuraba no usar para sus relaciones esporádicas pero cuando cogía cierto cariño a alguna pues lo empleaba para sus encuentros. Ya llevaba más de un año de citas semanales, algunas semanas repetidas citas, con la mujer legítima de su compañero de partidos de golf y Roberto estaba muy contento, aquellos “polvos” le venían muy bien a su creatividad artística, más que polvos eran polvorones se decía. De todas maneras seguía manteniendo una relación similar con una licenciada en medicina santanderina con la que se encontraba en supuestas noches de guardia en establecimientos hosteleros de la costa cantábrica pero era una relación menos intensa, más de modelo y pintor, en realidad de dibujante, ella posaba desnuda, entre asalto y asalto fornicatorio, y él  dibujaba y le regalaba el resultado. El caso es que Maider después de la primera descarga, llegaba corriendo desde la galería y se abalanzaba sobre él, a veces olvidándose alguna prenda puesta o un zapato sin quitar, saboreaba lo que ella llamaba “trompa de elefante al armañac”,  esto es le sumergía el miembro en un copón de armañac de calidad y le practicaba sexo oral hasta que él reaccionaba para tener un segundo embate. Aquellos besos con sabor a armañac de después, a la hora del ángelus en las mañanas bilbaínas, eran el paraíso de Roberto. Pero  la víspera fue el relato de sus cuitas conyugales lo que acompañó al armañac y no hubo repetida erección, no hubo más intento de ruptura de catre después. Y Roberto tenía la impresión de que algo se estaba acabando.
Así que Roberto empezó a hacer un repaso mental de todas las mujeres que el último año le habían sonreído cuando les había dicho, dándoles una caricatura de ella o un dibujo esquemático -siempre llevaba material para ello en los bolsillos y siempre intentaba primero este movimiento de apertura de partida -, “Picasso decía a sus futuras amantes: señorita, yo la he conocido antes, nos encontramos en una de mis pinturas. Yo no soy Picasso, soy Roberto”.
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